LAS LUCES DE VIGO Y EL ÚLTIMO CIGARRILLO
Hace pocas semanas ha tenido lugar la cumbre del clima en Egipto, la COP27, que ha terminado nuevamente con una declaración de buenas intenciones y poco más. Un resultado tan escaso como el tiempo que nos queda. Nada raro teniendo en cuenta que reunía por metro cuadrado a más lobbistas en favor de los combustibles fósiles de los que el sentido común y el futuro del planeta aconsejan. El objetivo de la cumbre era encontrar ideas para desengancharse precisamente de los combustibles fósiles, responsables del efecto invernadero y del calentamiento global cuya influencia en incendios, inundaciones y sequías solo pueden negar ya los más descerebrados. O los más interesados. Aquellos a quienes no les importa que arda el tren en el que viajan siempre que ellos recojan pingües beneficios y que niegan la realidad como único recurso para protegerse del desastre que se avecina. Por tanto, la presencia de los lobbistas pro petróleo, gas y carbón en la cumbre ha sido como meter promotores de ron Bacardí en una reunión de Alcohólicos Anónimos.
El tiempo se acaba y no nos tomamos esto en serio. Uno de los mayores expertos del mundo en cambio climático, el científico sueco Johan Rockström, opina que la COP27 ha llegado en un momento "realmente sombrío para todos" pues el mundo se encuentra "muy, muy cerca de sufrir cambios irreversibles y el tiempo se está acabando muy, muy rápido". Para evitarlo "todas las naciones deben unir sus esfuerzos, ahora más que nunca desde la Segunda Guerra Mundial, a fin de evitar puntos de inflexión climáticos que provocarían graves daños a la humanidad". Sin embargo, actuamos como si no hubiera un mañana, sin pensar que, de seguir así, realmente no habrá un mañana.
A nivel local, el encendido de las luces navideñas no está teniendo en cuenta ni la crisis energética, ni la crisis climática, ni la crisis económica. Vigo se ha situado en el número uno del ránking mundial de las ciudades más derrochadoras en tiempos de emergencia con un encendido navideño que puede verse desde la estación espacial. El mundo arderá en pavesas, pero Vigo brilla como una gema al sol y eso es lo que cuenta. Y quien dice luces de colores dice también consumo descontrolado. En la era de la hegemonía capitalista que amenaza al planeta no hay nada políticamente más comprometido que el consumo. Este año en que dejamos atrás la tristeza del encierro pandémico parece que ni siquiera la inflación va a poner la zancadilla a nuestro ímpetu consumista porque, por lo visto, si no hay compras no hay diversión. En los comercios saludan a los clientes con un entusiasta ¡felices compras! Pocos mensajes encontraremos más sinceros.
¿Exagero? ¿no son para tanto las luces navideñas? ¿tenemos derecho a la alegría después de la larga pandemia? Puede, pero a mí me acompaña ya de forma casi permanente un sentimiento de desasosiego para el que el idioma alemán, tan preciso, tiene una palabra específica: der Weltschmerz, el dolor de mundo.
El que quiere dejar el tabaco desea al mismo tiempo fumar y no fumar. Esto es algo que no ignora nadie que haya fumado alguna vez en su vida o que aún siga fumando y que, con cada cigarrillo consumido con ansiedad, se diga a sí mismo: este es el último. La COP27 ha concluido con una lista de buenos propósitos. O sea, como el que se fuma un cigarrillo en una boda mientras piensa: mañana lo dejo. Como colectivo estamos todos queriendo dejar de fumar, pero pensamos que este cigarrillo del iluminado navideño delirante y del consumo voraz no será el que nos mate. Y seguimos hasta la próxima cita de nuestra conciencia con el borde del abismo planetario.
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