domingo, 25 de febrero de 2018

MACHISTAS Y MACHISTOS



MACHISTAS Y MACHISTOS

Nuestro idioma no es un cuadro renacentista conservado en  un  museo sobre  el que repintar sería un sacrilegio ni es  una escultura griega que no se puede retocar sin destruir parte de su significado.  El lenguaje no es un ente fósil, como nos quieren hacer creer ciertos académicos de la RAE, fósiles ellos mismos y que más que custodios del castellano se creen sus dueños. El idioma es lábil y cambiante y está al servicio de los hablantes y no al revés. El idioma se construye y se corrompe a diario porque es un elemento vivo. Las reglas del latín ya no cambian, el latín no es transformado ni retorcido por sus hablantes sencillamente porque está muerto.
Entonces, ¿Cuál es el problema, pues, cuando se cambian palabras como portavoz en portavoza? Si observamos las reacciones y a los reaccionarios, veremos como todo indica que el problema no es lingüístico. Aquellos que se creen dueños del idioma no han tenido nada que objetar a que modista (señora que cose "para fuera", como se decía antes) haya generado modisto (señor que diseña modelos para grandes firmas). Modisto es indefendible desde el punto de vista morfológico puesto que el sufijo –ista siempre es invariable; debería ser el modista, como el taxista, el pianista. O el machista. Pero, oye, nada que objetar y modisto está aceptado por la RAE desde 1.984. Tan ricamente. Tampoco generó ninguna polémica el uso del sustantivo asistenta, que solo se usa para designar a la mujer que realiza trabajos domésticos. De lo contrario decimos asistente (la asistente social o las asistentes al festejo, por ejemplo). También utilizamos dependienta sin que nadie se dé por ofendido. Son las palabras que designan puestos de poder las que suscitan polémica, por eso, la que se lió en su día con la utilización de la palabra presidenta fue épica. Parecía que nos cargábamos el idioma e íbamos a terminar hablando por señas. Del mismo modo, con jefamédica o jueza,  el universo idioma iba a implosionar y a plegarse sobre sí mismo, o algo peor.
El problema, por tanto, no es semántico ni morfológico, el problema es político porque lo que realmente molesta es que se impugne el “masculino universal y femenino particular” para comenzar a introducir cambios que conduzcan a un uso del idioma un poquito más equilibrado porque sabemos que el lenguaje construye la realidad hasta el punto de que lo que no se nombra no existe. Y ahí es donde llegan los nervios, el rasgarse las vestiduras y cubrirse la cabeza de ceniza tanto por parte de los que se creen amos de la palabra como por otros que son capaces de decir “pienso de que necesito un champú a nivel de cabello seco” pero para los que portavoza es una afrenta al castellano.
Hay unos cuantos académicos, de cuyos nombres no me quiero acordar pero que están en nuestras cabezas por lo cansinos, que se han atrincherado tras sacos terreros repletos de machismo con sendas escopetas cargadas de invectivas para las mujeres que se salen de la norma, para las mujeres que no son "como las de antes", para las mujeres que no son como ellos dicen que deben ser las mujeres y muy en particular para las feministas que no son como ellos dicen que deben ser las feministas. Alguno de ellos ha dejado caer que hay feministas  buenas y feministas malas. ¿Y cuáles son las buenas? Pues las que no molestan, claro está. Estos individuos, con cada neologismo feminista, salen a la calle echando espumarajos por la boca, escopeta al hombro y bien pertrechados de rancia munición patriarcal a la caza de la mala feminista que se atreve a tocar con sus sucias manos feminazis el sacrosanto idioma, patrimonio de ellos. Así que, cuando veo a estos australopitecos ilustrados enrojecer de ira, me digo: sí, este es el camino, vamos bien. 


martes, 13 de febrero de 2018

SER UN PRINGADO Y VOTAR A LA DERECHA

SER UN PRINGADO Y VOTAR A LA DERECHA

Ser un pringado y votar a la derecha, todo un clásico. Cabe preguntarse por qué motivo se produce y reproduce una y otra vez este fenómeno. Creo que hay varias claves sobre las que debemos reflexionar. Una de esas claves radica en saber cómo se percibe a sí mismo el precariado, esa parte de la ciudadanía que ve recortados sus derechos laborales, sus derechos civiles y su futuro y que suele encontrarse más cerca del riesgo de exclusión que del ascenso en la escala social. Ese precariado no se percibe a sí mismo como un grupo oprimido por una plutocracia que medra en connivencia con los poderes políticos, si así fuera, darle la vuelta a esta situación sería más fácil. El pringado que vota a la derecha se percibe, en general, como perteneciente a una clase superior amenazada por colectivos más pobres que además, suelen proceder de otros países, con lo que la hostilidad hacia estos colectivos contribuye a reforzar su sentimiento identitario. Prueba de ello es que los partidos conservadores arrasan porque son los que falsamente garantizan esos derechos de los que se creen despojados. Este sería unos de los motivos de la llegada de Trump al poder, por ejemplo.

            Los partidos progresistas proponen a ese precariado, soluciones a problemas que ellos creen que no tienen porque no se identifican con el pobre, con el desposeído. No, qué va, nosotros pertenecemos a otra clase, no saltamos vallas, tenemos I-Pad y tele de plasma y hasta pagamos a una ecuatoriana que cuide del abuelo. Por eso, si desde posiciones de izquierda no leemos bien los síntomas, estaremos recetando laxante a gente que viene con tos. En unas elecciones no votamos tanto por partidos que defienden nuestros intereses sino por partidos que representan lo que queremos ser y/o lo que creemos ser, lo cual en una masa amplia de población suele ser cambiante. Aquel partido que consiga empatizar con los deseos, con el imaginario y con el ideal mayoritario, será el que triunfe. Y aquí viene la madre del cordero: esa auto imagen de la ciudadanía se construye a través de los mensajes que mandan la publicidad (sirva de ejemplo el slogan de La Primitiva: “no tenemos sueños baratos”) y los medios de comunicación. Unos y otros están haciendo campaña por partidos conservadores durante los 365 días del año, 366 si el año es bisiesto. El ideal de lo que queremos ser no se plantea en el vacío, está enraizado en lo que somos como colectivo, que es también una construcción y que es también cambiante. Cine de barrio está haciendo campaña por la derecha todo el tiempo: la España única, de fútbol y toros, de mujeres y vino, anclada en valores decimonónicos, una España profundamente cuñada, ese es el imaginario defendido por los partidos conservadores y con ese imaginario enlaza el ideal, porque lo que somos y lo que queremos ser está indisolublemente unido y ahí también las derechas barren. En ese ideal se evoluciona algo o más bien se cambia la forma pero no el fondo. Un partido meapilas como el Pp va perdiendo adeptos a favor de un partido como Cs cuyos votantes están más bien distraídos en temas de iglesia y religión pero que no consienten que se toquen sus expresiones (Semana Santa, cabalgata de Reyes Magos, misa en la 2…). Ese es el punto de inflexión donde el “lo que somos” enlaza con el “lo que queremos ser”. Resumiendo, queremos ser avanzados pero no tanto, modernos pero menos.

La prensa escrita en este momento se decanta sin empacho ninguno por partidos conservadores o al menos por todos aquellos que no cuestionan ni por un segundo el régimen del 78, con El País a la cabeza del pelotón pelota. Programas como Sálvame diario, En tu casa o en la mía, O.T., que pertenecen a los mismos grupos editoriales y de comunicación, también trabajan a cuenta de inventario sólo que su influencia política es menos evidente aunque no menos importante y sobre todo no menos decisiva ya que están dando a la audiencia una guía de cómo somos y cómo queremos ser.

            Los pobres, al contrario que los ricos, no votan al partido que defiende sus intereses sino al partido que creen que les representa como individuos y como colectivo. Rita Barberá y Camps dando vueltas por Valencia en un Fórmula 1 es algo que podría causar sonrojo por lo superfluo y manirroto, pero sin embargo les consiguió votos a espuertas, porque esa imagen alimentaba el imaginario de poder, de riqueza, incluso de arrogancia que mucha gente desea, aunque sea sólo como aspiración. También importa poco si roban o mienten puesto que una gran parte de la población sostiene que lo hacen todos, pero sí que importa que con sus ideas no se carguen el marco simbólico que habitamos. Y ese marco simbólico tiene mucho que ver con Cine de Barrio.

            Por tanto, a la hora de votar no cuentan tanto las condiciones materiales objetivas del votante como que el partido represente su ideal y que el marco de referencia no se altere, que nada cambie sustancialmente. El miedo al cambio es un troyano presente en todas las elecciones. No se vota con la razón, sino con la emoción y en ese nudo de emociones humanas, el voto de la izquierda suele ser el de la ilusión y el voto de la derecha el del miedo.  El problema es que mientras la ilusión es efímera, el miedo es duradero.