MAESTROS DE POSGUERRA
Como es sabido, la
Segunda República acometió la mayor reforma en educación de la historia del
país. Su constitución proclamaba la escuela única, la gratuidad y
obligatoriedad de la enseñanza primaria, la libertad de cátedra y la laicidad
de la enseñanza. Pero mis padres no tuvieron esa suerte, a ellos los educó la
posguerra.
Mis padres no fueron a
la escuela, pero no eran analfabetos. Sabían leer y escribir y las cuatro reglas.
Mi padre debió estudiar algo más que la media, tenía una letra preciosa y le
gustaba leer. Por aquella época iban por los cortijos unos maestros haciendo vivo el refrán de “pasar más hambre
que un maestro escuela”, dando clases a las criaturas en edad de aprender a
leer y escribir, sumar y restar. Hasta ahí llegaba todo el plan curricular.
A mi madre le dio clases
el tío Castañeta. Era hijo de una familia que fue capaz de darle ciertos
estudios. Después casó, quedó viudo con dos hijas y terminó de maestro escuela,
comiendo y durmiendo de caridad. También le llamaban para hacer las particiones
de las herencias, él hizo la partición de mi abuelo Juanjosé, actuando en este
caso como notario. Y con una bellísima letra de escribano, por cierto: tengo
los libros guardados. A casa de mis abuelos maternos solía ir y se
quedaba siempre que podía, seguramente por dormir caliente. Él tenía
una casa en el Pantano, pero estaría helada a su regreso. Iba haciendo la ronda
por los cortijos y procuraba que la hora de comer le cayera allí donde le
pudieran arrimar un plato caliente. Sobra decir que todos los desplazamientos
eran a pie. En una ocasión llegó a casa de mis abuelos atravesando la cañada cubierta
por dos palmos de nieve. Le dijo a mi abuela al llegar:
-
Tía Ramona, no sé si tengo pies o lo que tengo.
-
Venga usted p’acá, hombre, caliéntese en la lumbre.
¡Teresa, tráele unos calcetines al Tío Castañeta!
Cuando el pobre hombre se sentó a ponerse los calcetines secos, se dio
cuenta de que sólo llevaba un zapato. Había perdido el otro en la nieve y no se
había dado cuenta.
-
Pues yo ya no salgo ahora a buscarlo – dijo -.
Mañana saldré a ver si lo encuentro, como no sea que se lo haya encontrado
otro.
Cabe preguntarse en qué condiciones estaría el que se encontrara un
zapato solo en la nieve y lo pudiera aprovechar.
No sé cómo se llamaría el
salvaje que le dio clases a mi padre. Igual que el anterior, iba por los
cortijos, reunía unos cuantos zagales y les enseñaba lo básico a todos juntos.
Mi padre decía que tenía un vozarrón como un barranco, unas cejas como cepillos
y las manos enormes y llenas de pelos. No era muy mirado a la hora de
administrar castigos físicos. No parece que le preocupara traumatizar a los críos.
Contaba mi padre que los zagales, incluido él, se meaban en los pantalones
cuando aquel energúmeno se liaba a darles voces. Mi padre relató que en una
ocasión, tendría él siete u ocho años, le pegó este sujeto tal guantazo que mi
padre se cayó de la silla y se desmayó. Cuando volvió en sí estaba en el suelo
y el maestro se había ido.
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