UNOS BUENOS CHICOS
La falacia de que el deseo de
los hombres es irrefrenable se usa siempre como atenuante en los casos de
agresión sexual. Así son los hombres, nos dice la sociedad. Así son los
hombres, unos animales que andan en manada y carecen de control sobre sus
impulsos. El patriarcado que machaca a las mujeres y hace de los hombres los
reyes del universo también reserva un regalo envenenado para ellos, como vemos.
El abogado defensor de tres de los componentes de La Manada ha dicho que ellos
no son violadores, son chicos normales, jóvenes y guapos, unos buenos chicos. Como
si sólo violaran los feos, los deformes, los viejos, los aislados, los locos,
los lumpen. Qué van a hacer los pobres si tienen que, imperativamente,
satisfacer sus necesidades. Entonces, estos chicos jóvenes, guapos, atléticos,
pertenecientes a una extracción social funcional y adaptada, ¿Qué problema
tienen? Ninguno. Como hemos visto, a la hora de violar se han mostrado
previsores, organizados y cooperativos. Son representantes bien entrenados de
una cultura que designa a las mujeres como seres inferiores, como objetos, como
sexo débil. Porque la violación no es la satisfacción de un deseo, es la
expresión brutal de la superioridad de los hombres sobre las mujeres. Si lo que
querían era echar un polvo, cualquiera de ellos hubiera podido ligar
sin dificultad, pero no era eso lo que perseguían, su objetivo era vejar y
humillar a una mujer de la forma más extrema, como expresión máxima de lo que
ellos entienden por hombría. El hecho de hacerlo en grupo no hace más que
reforzar este impulso, elevándolo a categoría social normalizada, como
demuestra el populoso grupo de WhatsApp donde compartían sus experiencias. Tenían
montado una especie de mini industria privada de la violación. Hará bien la
fiscalía en investigar ese grupo porque hay cinco individuos entre rejas pero
otros quince que participaron en ese WhatsApp (y quizás en otras violaciones), andan
sueltos.
Sabían lo que hacían y sabían
que dañaban (cito uno de los mensajes: «Hay que buscar el cloroformo, los reinoles,
las cuerdas... que después queremos violar todos») pero no les
importó porque la cultura de la violación les premia y/o les perdona. La culpa
es de ella por estar allí, por andar sola, por ser libre. La culpa es de ella
por ser mujer. Esta violación tiene muchos culpables, pero desde luego ninguno
es la violada. La responsabilidad es toda de La Manada y de la cultura de la
violación que nos rodea y que ha sido capaz de sostener el discurso de que la
violación había sido buscada por ella. Afortunadamente se han alzado voces en contra, con
el hashtag #yositecreo. Pues claro que te creo, cómo no te voy a creer. Te creo
porque la culpa de tu violación la tiene cualquiera menos tú. La responsabilidad
es de esa cultura que te expone, que te cuestiona, que ha puesto un detective a
vigilarte (¡a ti, que eres la víctima!), que ha llegado al extremo de
posibilitar que un juez admita en un primer momento ese nuevo acoso como prueba
válida. Esa cultura reflejada en la canción de Sabina “El pirata cojo” en la
que dice “voy a ser violador en tus sueños”; reflejada en el anuncio de Dolce y
Gabanna donde vemos a una mujer semidesnuda tirada en el suelo mientras es rodeada por cinco hombres; reflejada en los
chistes groseros de monjas haciendo cola para ser violadas; reflejada en el
imaginario del porno actual consumido a edades cada vez más tempranas. Las
mujeres estamos deseando ser violadas, dice ese relato. Los violadores, por
tanto, quedan exonerados de toda culpa.
A pesar de la abrumadora
evidencia de que las denuncias falsas suponen menos de un 0,01% del total,
cuando una mujer denuncia una agresión siempre es susceptible de estar
mintiendo, siempre será considerada culpable mientras no se demuestre lo
contrario. Esa sospecha recae sobre las mujeres por atreverse a hacer uso de su
libertad mientras son consideradas fundamentalmente un objeto (y no un sujeto)
de deseo para los hombres. La cultura de la violación dice también que cuando
una mujer ha sido violada sin obtener placer de ello, debe hundirse y renunciar
a la vida pública, debe permanecer en su casa dedicada al llanto y la
depresión, en cuyo caso el cometido de la agresión se ve satisfecho: generar
miedo para despojar a las mujeres de su libertad. Si ella hace vida normal es
que la cosa no ha sido para tanto, dice ese relato. A cualquier víctima, ya sea
de robo, de violencia, de accidente se le pide que siga con su vida, que no se
deje intimidar. A la víctima de violación se le exige lo contrario para ser
creída: que sucumba a la depresión y renuncie a su libertad. Ojalá cualquier víctima de agresión sexual quiera
seguir saliendo a la calle, divirtiéndose, estudiando, emborrachándose,
trabajando, ligando, paseando, trasnochando, haciendo cualquier cosa que
hiciera antes en su vida. Ojalá ninguna mujer renuncie nunca a su libertad.
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