MACHISTAS Y MACHISTOS
Nuestro idioma no es un cuadro renacentista conservado en un
museo sobre el que repintar sería un sacrilegio ni es una escultura
griega que no se puede retocar sin destruir parte de su significado. El
lenguaje no es un ente fósil, como nos quieren hacer creer ciertos académicos
de la RAE, fósiles ellos mismos y que más que custodios del castellano se creen
sus dueños. El idioma es lábil y cambiante y está al servicio de los hablantes
y no al revés. El idioma se construye y se corrompe a diario porque es un
elemento vivo. Las reglas del latín ya no cambian, el latín no es transformado
ni retorcido por sus hablantes sencillamente porque está muerto.
Entonces, ¿Cuál es el problema, pues, cuando se cambian palabras como portavoz en portavoza?
Si observamos las reacciones y a los reaccionarios, veremos como todo indica
que el problema no es lingüístico. Aquellos que se creen dueños del idioma no
han tenido nada que objetar a que modista (señora que cose
"para fuera", como se decía antes) haya generado modisto (señor
que diseña modelos para grandes firmas). Modisto es
indefendible desde el punto de vista morfológico puesto que el sufijo –ista siempre
es invariable; debería ser el modista, como el taxista,
el pianista. O el machista. Pero, oye, nada que
objetar y modisto está aceptado por la RAE desde 1.984. Tan
ricamente. Tampoco generó ninguna polémica el uso del sustantivo asistenta,
que solo se usa para designar a la mujer que realiza trabajos domésticos. De lo
contrario decimos asistente (la asistente social o las
asistentes al festejo, por ejemplo). También utilizamos dependienta sin
que nadie se dé por ofendido. Son las palabras que designan puestos de poder
las que suscitan polémica, por eso, la que se lió en su día con la utilización
de la palabra presidenta fue épica. Parecía que nos cargábamos
el idioma e íbamos a terminar hablando por señas. Del mismo modo, con jefa, médica o jueza, el
universo idioma iba a implosionar y a plegarse sobre sí mismo, o algo peor.
El problema, por tanto, no es semántico ni morfológico, el problema es
político porque lo que realmente molesta es que se impugne el “masculino
universal y femenino particular” para comenzar a introducir cambios que
conduzcan a un uso del idioma un poquito más equilibrado porque sabemos que el
lenguaje construye la realidad hasta el punto de que lo que no se nombra no
existe. Y ahí es donde llegan los nervios, el rasgarse las vestiduras y
cubrirse la cabeza de ceniza tanto por parte de los que se creen amos de la
palabra como por otros que son capaces de decir “pienso de que necesito
un champú a nivel de cabello seco” pero para los que portavoza es
una afrenta al castellano.
Hay unos cuantos académicos, de cuyos nombres no me quiero acordar pero que
están en nuestras cabezas por lo cansinos, que se han atrincherado tras sacos
terreros repletos de machismo con sendas escopetas cargadas de invectivas para
las mujeres que se salen de la norma, para las mujeres que no son "como
las de antes", para las mujeres que no son como ellos dicen que deben ser
las mujeres y muy en particular para las feministas que no son como ellos dicen
que deben ser las feministas. Alguno de ellos ha dejado caer que hay
feministas buenas y feministas malas. ¿Y cuáles son las buenas? Pues las
que no molestan, claro está. Estos individuos, con cada neologismo
feminista, salen a la calle echando espumarajos por la boca, escopeta al hombro
y bien pertrechados de rancia munición patriarcal a la caza de la mala
feminista que se atreve a tocar con sus sucias manos feminazis el sacrosanto
idioma, patrimonio de ellos. Así que, cuando veo a estos
australopitecos ilustrados enrojecer de ira, me digo: sí, este es el
camino, vamos bien.
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