SOLASTALGIA
Tengo un sentimiento que solo podía expresar mediante una paráfrasis porque aún no había encontrado la palabra exacta: no solo desesperanza, algo más; la sensación de que les dejo a mis hijos un mundo acabado, un paisaje en ruinas, el mensaje punk de no future convertido en desoladora realidad. Me pregunto si viajamos en el vientre de un caballo de Troya que ignora que está siendo devorado por la carcoma, una carcoma que se llama pandemia, guerra, colapso ecológico, calentamiento global, crisis hídrica, extinción de especies, agotamiento de recursos, superpoblación. Quizás avanzamos por inercia, seguimos adelante, elaboramos proyectos como si fuéramos eternos, como si fuéramos a salir intactos de esto. Vemos en el telediario el cálculo de lo que tarda un misil desde Kaliningrado a Murcia (8 minutos y 13 segundos) y creemos que no va con nosotros. Creemos que nos va a dar tiempo… Queremos entrar con ese caballo en el futuro, como los aqueos entraron en Troya, pero ese caballo se va desmoronando como un iceberg a cuarenta grados, uno de esos icebergs cuyo tamaño disminuye sin cesar. Y no queremos hablar, nos atenaza algo cuyo nombre aprendemos también sobre la marcha: horresco referens, el miedo a la referencia, la angustia que nos atenaza cuando aquello de lo que vamos a hablar es de un espanto tal que excede la capacidad de ser puesto en palabras.
Descansamos sobre lechos en llamas y aun así nos negamos a despertar. Arde el planeta, pero no queremos creer que lo que está sucediendo está sucediendo de verdad ni que tenga que ver con nosotros. El ser humano comete aquí un doble pecado: el pecado de la desmesura y el pecado de la soberbia. La soberbia le hace creer que el planeta está en función de los seres humanos y no al revés, que todos los recursos están a disposición de hombres y mujeres, que el planeta todo ha sido creado para disfrute única y exclusivamente del primate superior, sobre todo si es blanco, hombre, occidental y heterosexual. La desmesura le hace aspirar a tener más, a consumir más, a viajar más, como aquejado por una enfermedad acumulativa, un síndrome de Diógenes que le lleva a consumir y desechar bienes, experiencias y relaciones en un bucle interminable.
Crecimos impulsados por bellas utopías: la del cristianismo primitivo, tan parecido al comunismo antes de que el poder lo corrompiera, la del comunismo teórico tan parecido al cristianismo antes de que el poder y la real polítik lo corrompieran, la del flower power hasta que sus protagonistas se hicieron definitivamente adultos y se comieron las flores en caros platos de autor, la de la agricultura extensiva que iba a acabar con el hambre en el planeta hasta que descubrimos que no iba acabar con el hambre pero sí con el planeta.
Hemos construido un mundo que da miedo y todo es pura distopía. La cultura se hace eco de la realidad, y en cine, en series, en literatura proliferan los mundos distópicos. Nos preparamos para lo peor de forma inconsciente. Vivimos esperando la próxima catástrofe, la próxima guerra, la próxima pandemia, el apocalipsis. Vemos más cercano el fin del planeta que el fin del sistema económico depredador que lo devora. No sabíamos colocar Ucrania en un mapa y ha hecho falta una guerra para que sepamos que no podemos vivir sin Ucrania. Sin embargo, sus habitantes tenían que ganarse la vida fuera del país. La riqueza, como sucede tan a menudo, no pertenece al país que la produce sino a la capacidad extractora de grandes fortunas, casi siempre extranjeras, fortunas cuya única patria es su banco. Ellos gobiernan el mundo. Ellos acabarán con el mundo.
La palabra que buscaba es solastalgia, un sentimiento que los occidentales aún no habíamos experimentado, pero que sí hemos hecho experimentar a otros pueblos. La solastalgia es el dolor que sufre una comunidad tras cambios destructivos en su territorio, es el sentimiento de estar perdiendo el hábitat y con él, la cultura, las relaciones con los demás y todo lo que ello conlleva. En mi caso, que soy una picapedrera del optimismo, me pregunto cómo podremos vivir sin esperanza. Me niego a vivir sin esperanza mientras me abrazo a la tabla de salvación del ecofeminismo.
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