LA PEPITA
La llamaban La Pepita. Se travestía. En
carnaval no se disfrazaba, se vestía de sí misma con orgullo porque ese día era
legal. Qué fuerza interior hay que tener para salir por el pueblo vestida como
te dicta tu instinto y no como manda la norma. Trabajaba en las fábricas de
conserva pero no quería llevar mono de hombre, se ponía un babi como las
mujeres y trabajaba en la cinta con ellas, una más. Yo la veía pasar por la
calle, frágil paso, fingida seguridad. La cabeza muy alta, sin mirar a los lados,
como un funambulista por el cable, asustado y decidido. Llevaba un babi de la
fábrica, chanclas y la cola recogida con una pinza de flor, de esas que se
ponen las gitanas. Un gracioso desde la
otra acera le gritaba: ¿Ande vas Pepita?. Y ella recibía como una pedrada en la
espalda el nombre en femenino, el suyo, el que le pertenecía porque era el que
sus sentimientos habían elegido. Pero la ofensa está en la intención, no en el
nombre, y la intención era ofender. Y ella no contestaba, no se volvía, no miraba,
seguía acera adelante por su cuerda floja, con su cabeza alta, su babi, sus
chanclas, su flor… Y el gracioso, ya de lejos: ¡Adiós Pepita!.
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