DÍA DE REYES
Hubo un día (quizás dos días, una semana) hace muchos
años, 40 ó 42 por lo menos, en que creí en los Reyes Magos. Creí que los Magos
de Oriente habían venido a mi casa y nos habían dejado una muñeca, una pelota
de plástico duro con una goma elástica, caramelos… Lo creí. Creí que los Reyes
tenían larga melena y barba larga rubia o blanca y que también había un rey
negro con turbante, con ricas capas ribeteadas de armiño, así los veía en mi
imaginación alimentada por cuentos. Venían en camellos para los que teníamos
que dejar un puñado de paja. Para los Reyes había que poner unos dulces y una
copa de anís. También debíamos dejar los zapatos para que nos los llenaran
de caramelos. Ese día de Reyes habíamos ido todos, mis padres y mis hermanos, a
recoger la oliva, con un frío polar, y a la vuelta encontramos encima de la cama
de mis padres los regalos que he descrito antes y unos caramelos. Hasta
mi madre se creyó que habían venido los Reyes de verdad. Nuestra tía Juana Dios
nos los había echado, empujando la ventana, que encajaba mal. Sólo creí en los
Reyes unos pocos días porque en aquella época y en aquel contexto, hacer
regalos de Reyes a los niños era una rareza. Tuvimos mis hermanos y yo (excepto
mi hermano Pedro, el menor) una infancia sin regalos, o muy escasos. Los
regalos eran una excepción y venían sobre todo de Francia, cuando mi madre, o
mi padre y mi hermana, volvían de la
vendimia y traían algún pequeño juguete extraordinariamente valorado: un mono
que daba volteretas, un costurero… También recuerdo a través del recuerdo de los
mayores, un regalo que nos hizo nuestra abuela Beatriz: unos tanques para mis
hermanos, que les pasaron la cuerda el mismo día que los recibieron y ya no
volvieron a funcionar, y una muñeca rubia con un chupachup en cada mano para mí,
creo, quizás para mi hermana. Como digo, tuvimos una infancia sin regalos o muy
pocos, sin embargo, y pienso que hablo también por mis hermanos, no lo vivimos
como una carencia. Era así para nosotros y para todos los niños de nuestro
entorno. No nos sentíamos infelices por ello. No era un trauma. Venía en el
coche oyendo a mis hijos hacer su lista para Papa Noel y los Reyes, porque
ahora hay doblete, y me ha poseído este recuerdo. Lo he traído hasta aquí como
una copa a punto de desbordarse, sin querer perder una gota, para compartirlo
con vosotros. Hoy no quiero hacer valoraciones de cómo afecta la
sobreabundancia, de cómo se puede ser feliz sin regalos, de por qué deberíamos
ser más razonables, menos consumistas. Hoy sólo quería deciros que un día, o
varios, de verdad creí en los Reyes y que creer en esa fantasía me hizo feliz.
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