EL PLANETA DE LOS SIMIOS
Esperemos que la canícula del
verano, por influencia inversa, enfríe los ánimos bélicos de Trump y de su
alter ego norcoreano, Kim Jong-un, que, por lo mucho que se parecen (niños
malcriados del sistema político y económico de sus respectivos países) cualquiera
diría que, a pesar de venir de lugares tan lejanos y distintos, son gemelos
univitelinos. No temáis, no voy a repetir la cuñadísima expresión de que los extremos se tocan,
todavía no me ha afectado tanto la caló.
Quizás más bien pondría el acento de que, aquí y en Pekín, lo que nos iguala
hasta convertirnos prácticamente en clones son los valores del sistema que nos
educa, fijarse bien en lo que digo. Si tú crías a un janglón de éstos
convenciéndolo de que es el rey del universo, de que él y su cuadrilla son los
jodíos amos, asegurándoles que la supremacía blanca (o norcoreana) es lo
natural y que cualquier otra opinión es una perversidad, terminas con unos
individuos que, a poco que nos descuidemos, se cargarán el planeta nada más que
por sus huevos toreros. Si Trump, como dije en otra ocasión, es un mono con un
lanzallamas, el mono norcoreano viene a ayudarle con una manguera de gasolina.
Desconozco la realidad de
Corea del Norte. Todo lo que puedo decir al respecto es que su líder, cada vez
más parecido a su replicante tuitero en lo disparatado (no en lo gracioso,
porque maldita la gracia) es un tirano clásico, de los que lo mismo hacían
senador a su caballo que mandaban decapitar a un sirviente por estornudar en su
presencia. Kim Jong-un hizo ejecutar a su tío y mentor, considerado el
auténtico poder en la sombra, entre otras muchas muertes más o menos
sospechosas, como la de su propio hermano, asesinado cuando intentaba salir del
país con pasaporte falso. De verdad que tener a un elemento así custodiando un
arsenal atómico es de todo menos tranquilizador.
En cuanto a Trump y la
realidad estadounidense, sin duda cada vez resultan más preocupantes. Con este
presidente hemos dado un salto atrás tan grande que todavía no sabemos bien si
hemos caído en los años posteriores a la abolición de la esclavitud en
Norteamérica, con racistas blancos reivindicando su superioridad por mandato
divino o directamente en la Edad Media, como lo prueban los recientes
acontecimientos de Charlottesville. Las declaraciones terribles de Trump,
lamentando por igual la violencia de un lado y del otro, aunque del otro no
haya violencia, aunque del otro sólo haya una joven asesinada, alimentan una
equidistancia tan imposible como tramposa que nos deja perplejos e indignados
porque equivale a no condenar en absoluto a esa mala bestia que arremetió
contra los manifestantes con su coche y por tanto no condenar tampoco a los
supremacistas blancos, racistas por definición, que le apoyaban porque, claro,
tendría que desautorizarse de paso a sí mismo. El sueño de Luther King devenido
en pesadilla.
El problema con Trump es que,
en demasiadas ocasiones, su vertiente ridícula y payasa, de auténtica vergüenza
ajena, con imágenes de las que te dan la cena si estás viendo el telediario,
opera como cortina de humo que oculta el hecho de que él junto con el
stablishment, esa maquinaria de guerra
que le acompaña, avanzan en la senda de la destrucción de esta democracia, que
aunque imperfecta, es la poca garantía que nos queda frente a los abusos del
poder. ¿Por qué? Pues porque al capitalismo le estorba la democracia más que a
la RAE el feminismo, ¿veis por dónde voy? Junto con un racismo tan vergonzante
como indisimulado, lo que se potencia es un sistema desregulado que deje
completamente vacía de contenido a la democracia y mientras alucinamos viendo
al presidente norteamericano hacer el tonto a destajo, nos van colando un
neoliberalismo desatado que pondrá en cuestión el futuro mismo del planeta. Muy
preocupante todo porque la influencia de EEUU en Europa y en el mundo entero es
inevitable. En fin, el ambiente está calentito y al mando, monos con
lanzallamas.
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