CAMBIO CLIMÁTICO: UNA HISTORIA REAL
Mi familia se mudó a las Torres de Cotillas en la década de
los 70 procedente del campo de Lorca, buscando un futuro más halagüeño, el que
prometían las entonces florecientes fábricas de conserva. El ayuntamiento ofreció
por aquella época a todos los vecinos la posibilidad de plantar árboles en las
aceras. Mi padre dijo que no, todos los vecinos dijeron que no porque no
querían que los árboles les quitaran sitio para aparcar sus recientemente
adquiridos automóviles baratos. En aquella época el progreso se medía por el
número de coches. Los árboles eran un estorbo (y ojalá pudiéramos decir que
esto ha cambiado). La casa de mis padres, orientada a poniente, es un horno en
verano, los árboles hubieran rebajado unos cuantos grados las temperaturas. Con mi primer sueldo les
compré a mis padres un aparato de aire acondicionado. Aún funciona como el primer día, es un
tanque; es, literalmente, un tanque: un aparato tan contaminante que el
gobierno ha ofrecido un plan renove
en climatización para cambiar este tipo de máquinas. Todos los vecinos fueron
colocando, más pronto o más tarde, sus aires acondicionados. En resumen: para
que los coches pudieran deslizarse como por una pista de aterrizaje, nada de
árboles y para revertir el calor asfixiante generado por su ausencia, aparatos
de climatización altamente contaminantes. Cuando nos preguntemos cómo es
posible que estemos llegando a este punto de no retorno respecto al
calentamiento global, no es necesario que acudamos a sesudos estudios sobre la
progresiva desaparición del permafrost: no tenemos más que sacar la cabeza por
la ventana y contar árboles, coches y aparatos de climatización. A partir de
ahí podemos ir haciendo cálculos.
El servicio de cambio climático de la UE nos informa de que
este pasado mes de julio hemos alcanzado las temperaturas más altas desde 1.880,
año en que se empezaron a llevar registros sistemáticos. Es posible que la
población lo haya podido experimentar, posible pero no seguro: el refugio del
aire acondicionado nos da una percepción distorsionada de la temperatura real.
No parece que haya una alarma especial derivada de este hecho. Oímos que los
casquetes polares se descongelan, pero nos pilla lejos como para que nuestro
sistema de alarma se active. Sin embargo, nos quedamos sin tiempo. Cuando
nuestra alarma interna, esa que nos advierte de un peligro, despierte de su
letargo, será tarde para reaccionar. Hoy leía en Facebook que si, en caso de
conflicto armado por un potencial colapso climático, querrías que tu hijo
supiera manejar armas. Buena reacción: nos quedamos sentados bajo el aire
acondicionado mientras vemos en internet un tutorial sobre cómo montar y
desmontar un kalashnikov. El plan consiste, básicamente, en aprender cómo
pegarle un tiro al que nos amenace con quitarnos el mando. Y se supone que
somos primates superiores.
En EEUU la población ha elegido a Trump, un presidente que
niega el calentamiento global y que retiró a su país del Acuerdo de París
contra el cambio climático. En Brasil han elegido a Bolsonaro, cuyo plan es
convertir la Amazonía, pulmón del planeta, en un mega almacén de materia prima
para Ikea. En España, avanza una ultraderecha cuyo líder, Abascal, al ser
preguntado por el cambio climático, responde que a él le gusta el campo (sic). Para
ellos, los gases de efecto invernadero, generados por los combustibles fósiles,
proceden de la misma región que el unicornio azul y son igual de reales. Estos
son los líderes que tenemos para manejar una etapa clave en cuanto a sostenibilidad
del planeta. Nótese que los mismos que niegan el cambio climático son los que
defienden el uso generalizado de armas para que los buenos podamos matar a los
malos. Id engrasando el kalashnikov.
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