domingo, 27 de octubre de 2019

EL DOLOR DE LOS DEMÁS


EL DOLOR DE LOS DEMÁS  (Miguel Ángel Hernández)

"Mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco". El autor nos cuenta desde el mismo inicio cuál es el hardcore de la novela, una frase aséptica que resume la tragedia y que le ha servido durante más de veinte años para alejarse de los hechos. La intención del autor no es, por tanto, crear suspense, que en este caso sería un suspense tramposo, ya que traicionaría la intención de verdad profunda  que atraviesa todo el texto. El suspense, al fin y al cabo, no es más que un artificio narrativo que no cabe en esta novela.  Los lectores le agradecemos la honestidad porque lo importante es todo lo que ocurre en torno y a partir de esas muertes.
El autor tarda más de dos décadas en enfrentarse a una desgracia que, podemos imaginar, supuso un punto de inflexión en su vida. Cuando ocurre algo tan terrible como lo que  cuenta esta novela, tú, que estás cerca, puedes buscar un lugar donde esconderte y te puedes pasar ahí años pero la profundidad del drama vendrá, más pronto o más tarde, a sacarte de ahí y a enfrentarte a los hechos. El dolor da gritos a través del tiempo y a veces solo los oyes cuando acallas el ruido de tu interior.
El problema al que se enfrenta Miguel Ángel Hernández con esta novela es que está simultáneamente dentro y fuera del relato, es autor y personaje. Mientras que la novela está contada en primera persona y en pasado, el relato del día del crimen y del funeral se hace en presente y en segunda persona: el autor interpela al amigo del asesino, sólo que ambos son el mismo. Los capítulos en primera y segunda persona se intercalan, generando una simetría que también se percibe en la estructura de la novela, que funciona a ratos como Bildungs Roman y a ratos como una poética en la que acompañamos a Miguel Ángel Hernández a través de todo el proceso creativo.
Tras el hallazgo del crimen, el día de Navidad, el autor nos presenta al asesino en huida, perseguido por la gente del pueblo, al asesino precipitándose por un barranco en el Cabezo de la Plata, cuya imagen evoca el  cuadro “El caminante sobre el mar de niebla”, de Caspar David Friedrich, situándonos así de modo consciente en el Romanticismo, equiparando de modo tácito al amigo con el monstruo de Frankenstein de Mary Shelley, vinculado visualmente también al cuadro de Friedrich.
Cabe preguntarse si el recurso al romanticismo no es una forma, legítima debido a la cercanía (“Es Nicolás perseguido. Es tu amigo sin piel, sin que nadie lo pueda proteger”), de disipar la sordidez del crimen: una chica ha sido asesinada brutalmente a golpes por su propio hermano, quizás después de haber sido violada. Pero el acto criminal no es cinematográfico ni literario, está desprovisto de la precisión que otorgan  la cámara y el tempo del arte. El asesino mata con gesto cotidiano y el asesinato es un acto estresado, mezquino, que se arrastra en el asco, el esfuerzo, la dificultad horrorosa y enervante de acabar con una vida.
El romanticismo termina por salir de escena y aparece el monstruo, que había permanecido hasta el momento oculto detrás de la persona, algo que el autor ya había entrevisto en determinados comportamientos descontrolados del amigo  y que no se había atrevido a vincular al monstruo del crimen. La imagen del monstruo, encarnado en el amigo de la infancia (y en el fondo un desconocido) es lo que el autor intenta evitar durante la mayor parte de la novela (y durante 22 años), dotando al hecho de un halo romántico, literaturizando la vida hasta ser consciente de la impostura y terminar pagando por ello un precio incluso en forma de dolor físico.  Asomarnos al dolor de los demás y querer salir indemnes no es posible.
La onda expansiva de un crimen de estas dimensiones alcanza todo lo que toca y su efecto se prolonga durante décadas.  El dolor, aunque esté petrificado, permanece. Son muchos los damnificados y el autor se pregunta sobre la legitimidad de quien escribe para reanimar, después de veinte años, ese dolor dormido en personas que quizás sólo aspiran, más que a olvidarlo, a vivir con él. El escritor se pregunta sobre el dolor de los demás y cómo una sesión de terapia pública puede afectarles y sobre todo a quién sirve esa terapia y para qué, si no será sólo (y esto sería lo grave) un ejercicio de vanidad literaria. El texto refleja el sufrimiento que esta posibilidad le provoca al propio autor.
Miguel Ángel Hernández busca fuera lo que estaba en su interior desde el principio, merced a su doble condición de personaje y escritor. Sólo consigue verlo cuando abandona el tipo de mirada que convierte a la vida en un relato banal, y se enfrenta a la verdad desnuda. Para ello no necesita auto judicial, testigos, ni documentos gráficos, únicamente necesita ser honesto consigo mismo. Lo consigue al final de un tránsito del que sale transformado:
“¿Podemos recordar con cariño a quien ha cometido el peor de los crímenes? ¿Es legítimo hacerlo después de haber comprendido la parte del otro? ¿Podemos amar sin perdonar? ¿Es posible llevar flores a la tumba de un asesino?”

RAMONA LÓPEZ
19 de agosto de 2019


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