EL DOLOR DE LOS DEMÁS
(Miguel Ángel Hernández)
"Mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un
barranco". El autor nos cuenta desde el mismo inicio cuál es el hardcore de la novela, una frase
aséptica que resume la tragedia y que le ha servido durante más de veinte años
para alejarse de los hechos. La intención del autor no es, por tanto, crear
suspense, que en este caso sería un suspense tramposo, ya que traicionaría la
intención de verdad profunda que
atraviesa todo el texto. El suspense, al fin y al cabo, no es más que un
artificio narrativo que no cabe en esta novela.
Los lectores le agradecemos la honestidad porque lo importante es todo
lo que ocurre en torno y a partir de esas muertes.
El autor tarda más de dos décadas en enfrentarse a una
desgracia que, podemos imaginar, supuso un punto de inflexión en su vida.
Cuando ocurre algo tan terrible como lo que
cuenta esta novela, tú, que estás cerca, puedes buscar un lugar donde
esconderte y te puedes pasar ahí años pero la profundidad del drama vendrá, más
pronto o más tarde, a sacarte de ahí y a enfrentarte a los hechos. El dolor da
gritos a través del tiempo y a veces solo los oyes cuando acallas el ruido de
tu interior.
El problema al que se enfrenta Miguel Ángel Hernández con
esta novela es que está simultáneamente dentro y fuera del relato, es autor y
personaje. Mientras que la novela está contada en primera persona y en pasado,
el relato del día del crimen y del funeral se hace en presente y en segunda
persona: el autor interpela al amigo del asesino, sólo que ambos son el mismo.
Los capítulos en primera y segunda persona se intercalan, generando una
simetría que también se percibe en la estructura de la novela, que funciona a
ratos como Bildungs Roman y a ratos como una poética en la que acompañamos a
Miguel Ángel Hernández a través de todo el proceso creativo.
Tras el hallazgo del crimen, el día de Navidad, el autor nos
presenta al asesino en huida, perseguido por la gente del pueblo, al asesino
precipitándose por un barranco en el Cabezo de la Plata, cuya imagen evoca
el cuadro “El caminante sobre el mar de
niebla”, de Caspar David Friedrich, situándonos así de modo consciente en el
Romanticismo, equiparando de modo tácito al amigo con el monstruo de
Frankenstein de Mary Shelley, vinculado visualmente también al cuadro de
Friedrich.
Cabe preguntarse si el recurso al romanticismo no es una
forma, legítima debido a la cercanía (“Es Nicolás perseguido. Es tu amigo sin
piel, sin que nadie lo pueda proteger”), de disipar la sordidez del crimen: una
chica ha sido asesinada brutalmente a golpes por su propio hermano, quizás
después de haber sido violada. Pero el acto criminal no es cinematográfico ni
literario, está desprovisto de la precisión que otorgan la cámara y el tempo del arte. El asesino
mata con gesto cotidiano y el asesinato es un acto estresado, mezquino, que se
arrastra en el asco, el esfuerzo, la dificultad horrorosa y enervante de acabar
con una vida.
El romanticismo termina por salir de escena y aparece el
monstruo, que había permanecido hasta el momento oculto detrás de la persona,
algo que el autor ya había entrevisto en determinados comportamientos
descontrolados del amigo y que no se
había atrevido a vincular al monstruo del crimen. La imagen del monstruo,
encarnado en el amigo de la infancia (y en el fondo un desconocido) es lo que
el autor intenta evitar durante la mayor parte de la novela (y durante 22
años), dotando al hecho de un halo romántico, literaturizando la vida hasta ser
consciente de la impostura y terminar pagando por ello un precio incluso en
forma de dolor físico. Asomarnos al
dolor de los demás y querer salir indemnes no es posible.
La onda expansiva de un crimen de estas dimensiones alcanza
todo lo que toca y su efecto se prolonga durante décadas. El dolor, aunque esté petrificado, permanece.
Son muchos los damnificados y el autor se pregunta sobre la legitimidad de
quien escribe para reanimar, después de veinte años, ese dolor dormido en
personas que quizás sólo aspiran, más que a olvidarlo, a vivir con él. El escritor
se pregunta sobre el dolor de los demás y cómo una sesión de terapia pública
puede afectarles y sobre todo a quién sirve esa terapia y para qué, si no será
sólo (y esto sería lo grave) un ejercicio de vanidad literaria. El texto
refleja el sufrimiento que esta posibilidad le provoca al propio autor.
Miguel Ángel Hernández busca fuera lo que estaba en su
interior desde el principio, merced a su doble condición de personaje y
escritor. Sólo consigue verlo cuando abandona el tipo de mirada que convierte a
la vida en un relato banal, y se enfrenta a la verdad desnuda. Para ello no
necesita auto judicial, testigos, ni documentos gráficos, únicamente necesita
ser honesto consigo mismo. Lo consigue al final de un tránsito del que sale
transformado:
“¿Podemos recordar con cariño a quien ha cometido el peor
de los crímenes? ¿Es legítimo hacerlo después de haber comprendido la parte del
otro? ¿Podemos amar sin perdonar? ¿Es posible llevar flores a la tumba de un
asesino?”
RAMONA LÓPEZ
19 de agosto de 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario