EL MAR MENOR: UNA DISTOPÍA EN
PRESENTE
Cuando cursaba séptimo de EGB
nuestro profesor de Ciencias Sociales nos hablaba de las maravillas de la
agricultura intensiva. En la memoria retengo la imagen del libro de texto que
mostraba una moderna cosechadora en mitad de un vastísimo campo cultivado,
compartimentado en cuadrículas suaves y ordenadas de distintos tonos de verde.
Era la imagen del progreso. El modelo agrícola industrial, nos explicaba el
profesor, acabaría con el hambre en el mundo. Este año se han destruido en
Valencia miles de toneladas de naranjas porque su precio no era competitivo con
respecto a las importadas, ¿era este el modelo que iba a terminar con el hambre
en el mundo? Ni siquiera es capaz de saciar la ambición de los grandes grupos
agroindustriales. Durante un tiempo (breve, es verdad) creímos a pies juntillas
que era posible acabar con el hambre en el mundo gracias al cultivo intensivo.
Varias décadas más tarde despertamos de ese hermoso sueño fraterno en mitad de
una pesadilla distópica: la agricultura intensiva combinada con un modelo
urbanístico depredador e irracional aniquilan todo lo que tocan. Ese tipo de
agricultura que violenta el equilibrio natural convirtiendo el secano en
regadío, que cubre los secarrales de plásticos negros como mortajas, que
pespuntea de gomas el desierto, que
acaba con la agricultura tradicional, que roba el agua a ecosistemas
sostenibles, que se riega gracias a pozos ilegales cuyas aguas son filtradas
gracias a desalobradoras igualmente ilegales que evacúan sus desechos en la
laguna, que impide que los acuíferos se
recuperen de forma natural, que vierte miles y miles de toneladas de
contaminantes al mar como si de un agujero negro se tratara, es un tipo de
agricultura puramente extractivista, depredador y canalla, al servicio de
intereses mafiosos. Ese modelo, alentado por poderes económicos y
políticos, es el que ha convertido el
Mar Menor en una fosa séptica. Y no es que no se supiera, no es una desgracia
que nos haya llegado del cielo, inesperadamente, como un castigo bíblico. Distintos
grupos ecologista llevaban décadas anunciando este desastre como profetas
apocalípticos. Chocaban contra el espeso tejido de intereses económicos y
políticos que se sustentaban y se sustentan mutuamente y contra la indiferencia
de una ciudadanía manipulada y con poco interés por cuestionarse los mensajes
oficiales.
Hace un par de semanas hemos podido ver miles, millones de peces y
crustáceos saltar del mar hacia la tierra buscando oxígeno y morir asfixiados a
orillas de ese Mar Menor ya sin vida. Hemos visto en directo a un mar expirando,
algo que jamás hubiésemos imaginado. Vivimos en un sistema que asfixia la vida
de millones de animales, que vive de su
propia autodestrucción, que se aniquila a sí mismo ciegamente. Una auténtica
distopía. La RAE define este término como la representación ficticia de una
sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana.
Esa imagen del Mar Menor
vomitando peces moribundos, replicada hasta el infinito en nuestros móviles,
tablets y ordenadores, es la representación poderosa de una distopía presente.
Y no es una serie de Netflix: nos está pasando a nosotros. ¿Qué esperaríamos de
los protagonistas de una serie así? Que reaccionaran de inmediato, que
señalaran a los culpables, que los juzgaran y que forzaran a los nuevos cargos
a tomar medidas con carácter de urgencia, ¿verdad? Pero en ese caso ya no sería
una distopía puesto que en una distopía el elemento relevante es la alienación
humana y una ciudadanía que toma decisiones reflexivas y sensatas no está
alienada. Si los protagonistas de esa serie volvieran a elegir como gestores de
las aguas a los responsables de su destrucción, ahí sí que estaríamos en una
distopía. Ojalá que no nos ocurra.
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