EL BRIBÓN
Bribón es el nombre con que bautizó el rey Juan Carlos a su
primer yate de competición, algo que, a la luz de las últimas noticias
sobre el tema, podemos considerar como
una autodefinición y una declaración de intenciones al mismo tiempo para
alguien que siempre ha entendido su
papel de Estado como un lucrativo negocio personal. Al siguiente le llamó
Fortuna: el Bribón ya había prosperado.
No estuvo solo en esta tomadura de pelo masiva a la
ciudadanía. Tuvo y tiene la ayuda inestimable de una prensa y unas
instituciones vergonzosamente cortesanas y encubridoras de sus manejos, algo
que habría que indagar y eventualmente juzgar porque los delitos son de tal calado
que han sido investigados por la fiscalía suiza. Según los indicios, el rey cobraba
comisiones ilegales en negocios privados valiéndose de su figura como monarca;
transportaba dinero negro en aviones oficiales, en viajes oficiales, metiendo
maletines a través del aeropuerto de Barajas como si se tratara de bombones
Lady Godiva y contando los billetes con una maquinita en Zarzuela, como un
contable de la mafia; diciéndose rey de todos los españoles y llevándose su
fortuna a paraísos fiscales a lo largo y ancho del planeta (podríamos perdonar
el insulto pero no el delito); pasando por
marido y padre ejemplar y pillado con una rubia dudosa de cacería en Botswana...
Y para coronar el cachondeo, en los
discursos navideños pedía a la ciudadanía una ejemplaridad cuyo modelo él mismo
representaba y hablaba de que la “justicia era igual para todos”, algo que sólo cabe interpretar como un cruel
sarcasmo. Ya no se puede defender esta institución sin caer en el ridículo más
espantoso, y mira que los monárquicos perseveran. Estas cosas son las que sabemos, cómo serán
las que ignoramos.
Si trascendemos la anécdota, constatamos que todos esos presuntos
delitos han sido posibles gracias a que el rey ha sido y sigue siendo legalmente
inviolable, constitucionalmente irresponsable. Dicho de otro modo: la figura
del monarca tiene patente de corso. Y así la ha hecho valer. Los monárquicos
quieren que se perdonen los “pecadillos” del emérito y que no salpiquen a la
Corona (que para ellos sigue siendo ejemplar, como siempre ha sido…). Pero ¿por qué hemos de suponer que su hijo, el rey
Felipe VI, se comporta de modo distinto cuando tienen las mismas prerrogativas?
De hecho, cuando el padre le legó los
100 millones de euros de las comisiones del AVE a la Meca, Felipe VI lo supo de
forma oficial en 2019 (porque así se lo comunicó un despacho de abogados británico)
pero sólo lo hizo público en 2020, apantallado por la pandemia, y no por
intención de transparencia sino porque la bola de nieve era de tal magnitud que era
necesario frenarla antes de que se llevara por delante el edificio de la Corona.
Si los negocios turbios los heredó el yerno, sólo con un acto de fe podemos
creer que no los ha heredado también el hijo, porque la transparencia de la
institución sigue siendo la misma. Después de estos hechos, el hijo ha
intentado desvincularse del padre, pero ¿cómo se puede hacer esto en una
institución que basa su legitimidad precisamente en la filiación? Para heredar
la Corona me vale el padre, para heredar
la mala prensa del uso que de ella ha hecho, ya no. Que no nos falte
nunca un buen doble rasero.
No es que el rey emérito haya resultado ser un sujeto que se
ha reído de España, de los españoles, de las instituciones, de su familia y del
copón de la baraja, qué mala suerte hemos tenido, oye. No. Todo esto ha sido
posible y lo sigue siendo porque la corona es una institución caduca, más que
presuntamente corrupta, fundamentada sobre la desigualdad del privilegio de
sangre, que no es electiva sino que se hereda por vía de nacimiento, que no la
hemos elegido sino que se nos impuso en un trágala de la Transición como una
herencia intacta del franquismo, ¿qué clase de democracia somos si permitimos
la pervivencia de una institución como esta, máxime con lo que ya sabemos sobre
los usos y costumbres de la Corona gracias al emérito?, ¿no deberíamos, como
ciudadanía hacer valer nuestra dignidad y someter a referéndum la pertinencia
en democracia de una institución de estas características?
Hemos estado representados por, según todos los indicios, un
presunto delincuente fiscal ¿Lo damos por bueno, liquidando con ello los restos
de dignidad que nos queden o clamamos por su procesamiento? Si lo damos por
bueno aceptamos que convivan dos relatos contradictorios: el contado habla de
un rey ejemplar, el real habla de un defraudador como Jefe de Estado. Ya no son
medias verdades, rumores, cosas que se cuentan y de las que tenemos sospecha
aunque no evidencia: ahora quedan pocas dudas. Y deberíamos poder elegir. El
gobierno de coalición debe tomar una decisión
que esté a la altura del reto. Y no es fácil.
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