SIN REFUGIO
En el libro
“Eichmann en Jerusalem”, Hannah Arendt da cuenta del juicio que en esa ciudad
se hizo al dirigente nazi Adolf Eichmann. De él dice la autora que no era un
personaje especialmente malvado, no era un monstruo inhumano como lo quería
presentar el gobierno de David Ben Gurion. No, en absoluto. Eichmann, que tenía
a su cargo el correcto funcionamiento de la logística de los trenes de la muerte, era algo peor que un psicópata: Eichmann era
un hombre normal. Ninguna patología mental socialmente peligrosa le
había llevado a transportar a millones de personas hacia la muerte, de la cual
él estaba perfectamente informado y con la que obviamente era conforme.
Eichmann era algo tan peligroso y escalofriante como un hombre normal, ni siquiera
muy listo, uno del montón, uno más, uno que en circunstancias corrientes
hubiera llevado una vida vulgar y anodina, pero que en la Alemania nazi devino
en una pieza clave del engranaje de la
maldad. En este libro Arendt reflexiona sobre lo que ella denomina “la
banalidad del mal”, el mal no como una anomalía de la personalidad de un individuo
o sociedad sino como ese hecho inquietante de que el mal vive entre nosotros,
ciudadanos y ciudadanas corrientes y de que se puede manifestar en todo su
horror bajo según qué premisas. En este libro se cuenta que en una visita que hizo
Eichmann a uno de los campos de concentración vio a dos jóvenes alemanes
rompiéndole los brazos a una mujer y exclamó escandalizado: ¿no os dais cuenta
de en qué convierte esto a nuestros jóvenes? A pesar de no ser especialmente
inteligente pudo comprender que aquello embrutecía a los jóvenes alemanes hasta
tornarlos en bestias inhumanas, que toda esa violencia era una retorcida lección
vital. Paradójicamente no fue capaz de entender que él mismo era un burócrata
de la muerte y que ello le había convertido en lo mismo que a los jóvenes cuya
violencia le había escandalizado.
Estos días
al ver esas dolorosas columnas de refugiados caminando bajo la nieve,
abandonados a su suerte frente a las puertas de una Europa indiferente y
desmemoriada pienso en el mal que supone
encogerse de hombros ante la desgracia ajena y me pregunto, tal como se
preguntaba Eichmann, en qué convierte toda esa indiferencia a Europa. El mal es
una vía de ida y vuelta ( mi madre dice: "el que hace daño alcanza
parte") y el mal que la indiferencia europea inflige a las personas
desplazadas (cómo llamarles refugiados) convierte a nuestro continente en un
ámbito donde el progreso humanizador queda en suspenso, donde triunfa una
banalidad estúpida y eso es algo que no sale gratis. Una sociedad que no
reacciona frente al dolor ajeno es una sociedad en descomposición.
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