domingo, 10 de noviembre de 2019

LA REBELIÓN DE LAS MADRES


LA REBELIÓN  DE LAS MADRES

Las dos joyas románicas del Valle de Bohí son las iglesias de Santa María y San Clemente de Tahull. Ambas son un bellísimo ejemplo del románico catalán, cuyos ábsides polícromos muestran respectivamente un Pantócrator (Dios Todopoderoso) en el caso de San Clemente y una Teotokos (Madre de Dios) en el caso de Santa María. La Teotokos se representa como una virgen sedente que sirve de trono al Niño. La religión cristiana otorga el poder absoluto al hombre mientras que para la mujer reserva, como máximo, el privilegio de servir de vehículo a ese poder.
Durante siglos las mujeres no pudieron desarrollar otro papel que el de esposa y madre, para el que la Virgen, esposa de Dios y madre de Dios, servía de modelo ideal. La sublimación de la maternidad cumplía, por tanto, un papel fundamental para persuadir a las mujeres de que, en el reparto de roles, les había tocado la parte más importante, la más trascendente: la de posibilitar la gestación y la ejecución del poder divino y, por imitación, del poder humano. Esa sublimación contiene una trampa: la que hace a las mujeres aceptar voluntariamente su papel secundario, amar su sumisión,  la que las persuade de que para los hombres es el mundo, para las mujeres la casa. La que las convierte, en fin, en seres para los demás,  negándose a sí mismas.
En décadas recientes, con el acceso de las mujeres al ámbito laboral y la pérdida de poder por parte de la iglesia, ese rígido modelo comienza a fracturarse; pero no se puede superar en cuestión de unos años un modelo milenario y arrastramos hábitos y comportamientos que resultan difíciles de identificar, no digamos ya de cambiar.
Hay muchas formas de ser madre pero el patriarcado nos ofrecer una sola: abnegación y entrega absoluta a los demás, por encima de todo y por encima de nosotras mismas, que debemos colocarnos siempre y de forma voluntaria en un lugar secundario con respecto a los deseos y necesidades tanto de nuestros hijos e hijas como del resto de la familia.
Los hijos demandan nuestra presencia permanente en la casa. No se lo suelen pedir al padre,  nos lo piden a nosotras porque así es el modelo social en el que estamos inmersos.  Ellos pueden irse a una reunión un martes a las diez de la noche sin esa punzada de remordimiento que nos acompaña siempre a nosotras, sin necesidad de estar pendientes de los mensajes de WhatsApp , sin la esquizofrenia de pensar que hacemos lo correcto mientras sentimos que quizás estamos fallando. Hay mujeres que, en esa tensión,  sucumben y dejan el trabajo o las oportunidades de promocionarse profesionalmente para volver al hogar,  al servicio de los demás,  al servicio de los hijos, confiando en que las oportunidades laborales las vayan a estar esperando hasta que terminen de criar.
Pero lo cierto es que ya no podemos ni queremos ser las madres que la sociedad y el patriarcado quieren que seamos: un trono divino, una virgen sedente que contiene y sustenta la divinidad. No podemos porque nuestra labor profesional nos empuja a estar más en el mundo y menos en la casa. No queremos porque nuestra formación y militancia feminista nos ha enseñado que hay otras formas de vivir y ejercer la maternidad.
Por suerte, el panorama está cambiando. La risa es revolucionaria, no hay mejor modo de tumbar un estereotipo que ridiculizándolo, burlándose de él. Sirva como ejemplo el  “Club de las malas madres”. Se trata de un grupo compuesto sobre todo por mujeres jóvenes, de profesiones liberales que, con altas dosis de ironía y buen humor, tiene como objetivo librarse del corsé de madre impecable. A pesar de tener "mucho sueño y poco tiempo" aún les quedan ganas para hacer mofa de un arquetipo de maternidad anticuado y desigual. Su filosofía consiste en reírse de los intentos fallidos de ser madres perfectas. No hacen croquetas ni disfraces para el cole, no van a cumples infantiles, no renuncian a salir con las amigas, no quieren ser superwomen, que es el modelo 3.0 de la maternidad rancia. Gritan que son "malas madres" como forma de crítica a una sociedad "que nos exige tanto y nos hace sentirnos pequeñitas cuando no lo conseguimos".
Hemos sido capaces de revisar el modelo y de impugnarlo. Ya no queremos ser solo madres de dioses, queremos ser diosas también, y enseñar a nuestras hijas que ellas también pueden serlo.



EL MAR MENOR: UNA DISTOPÍA EN PRESENTE


EL MAR MENOR: UNA DISTOPÍA EN PRESENTE

Cuando cursaba séptimo de EGB nuestro profesor de Ciencias Sociales nos hablaba de las maravillas de la agricultura intensiva. En la memoria retengo la imagen del libro de texto que mostraba una moderna cosechadora en mitad de un vastísimo campo cultivado, compartimentado en cuadrículas suaves y ordenadas de distintos tonos de verde. Era la imagen del progreso. El modelo agrícola industrial, nos explicaba el profesor, acabaría con el hambre en el mundo. Este año se han destruido en Valencia miles de toneladas de naranjas porque su precio no era competitivo con respecto a las importadas, ¿era este el modelo que iba a terminar con el hambre en el mundo? Ni siquiera es capaz de saciar la ambición de los grandes grupos agroindustriales. Durante un tiempo (breve, es verdad) creímos a pies juntillas que era posible acabar con el hambre en el mundo gracias al cultivo intensivo. Varias décadas más tarde despertamos de ese hermoso sueño fraterno en mitad de una pesadilla distópica: la agricultura intensiva combinada con un modelo urbanístico depredador e irracional aniquilan todo lo que tocan. Ese tipo de agricultura que violenta el equilibrio natural convirtiendo el secano en regadío, que cubre los secarrales de plásticos negros como mortajas, que pespuntea de gomas el desierto,  que acaba con la agricultura tradicional, que roba el agua a ecosistemas sostenibles, que se riega gracias a pozos ilegales cuyas aguas son filtradas gracias a desalobradoras igualmente ilegales que evacúan sus desechos en la laguna,  que impide que los acuíferos se recuperen de forma natural, que vierte miles y miles de toneladas de contaminantes al mar como si de un agujero negro se tratara, es un tipo de agricultura puramente extractivista, depredador y canalla, al servicio de intereses mafiosos. Ese modelo, alentado por poderes económicos y políticos,  es el que ha convertido el Mar Menor en una fosa séptica. Y no es que no se supiera, no es una desgracia que nos haya llegado del cielo, inesperadamente, como un castigo bíblico. Distintos grupos ecologista llevaban décadas anunciando este desastre como profetas apocalípticos. Chocaban contra el espeso tejido de intereses económicos y políticos que se sustentaban y se sustentan mutuamente y contra la indiferencia de una ciudadanía manipulada y con poco interés por cuestionarse los mensajes oficiales.
Hace un par de semanas  hemos podido ver miles, millones de peces y crustáceos saltar del mar hacia la tierra buscando oxígeno y morir asfixiados a orillas de ese Mar Menor ya sin vida. Hemos visto en directo a un mar expirando, algo que jamás hubiésemos imaginado. Vivimos en un sistema que asfixia la vida de millones de  animales, que vive de su propia autodestrucción, que se aniquila a sí mismo ciegamente. Una auténtica distopía. La RAE define este término como la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana.
Esa imagen del Mar Menor vomitando peces moribundos, replicada hasta el infinito en nuestros móviles, tablets y ordenadores, es la representación poderosa de una distopía presente. Y no es una serie de Netflix: nos está pasando a nosotros. ¿Qué esperaríamos de los protagonistas de una serie así? Que reaccionaran de inmediato, que señalaran a los culpables, que los juzgaran y que forzaran a los nuevos cargos a tomar medidas con carácter de urgencia, ¿verdad? Pero en ese caso ya no sería una distopía puesto que en una distopía el elemento relevante es la alienación humana y una ciudadanía que toma decisiones reflexivas y sensatas no está alienada. Si los protagonistas de esa serie volvieran a elegir como gestores de las aguas a los responsables de su destrucción, ahí sí que estaríamos en una distopía. Ojalá que no nos ocurra.