jueves, 29 de agosto de 2019

ARDE LA AMAZONÍA

ARDE LA AMAZONÍA

Si agitas un poco de miel en un platito con agua puedes observar cómo se forman unas ondulaciones sobre su superficie con el patrón de una colmena. Esto es así porque la materia tiene memoria genética. Cuando veo la imagen de Sudamérica emitida desde la NASA mostrando la Amazonía en llamas, no sé si estoy auto sugestionada, pero veo un pulmón ardiendo, ese pulmón que ayuda a respirar a todo el planeta. Es una catástrofe que me aprieta el corazón de angustia y me pregunto, como en la canción de los ochenta, "how can we sleep when our beds are burning", cómo podemos dormir mientras arden nuestras camas.
Bolsonaro se ríe y dice que es época de queimadas mientras acusa de los incendios a las ongs que luchan por proteger la selva amazónica.
Hay quien le cree, claro, de otro modo no habría llegado a presidente. Parece que en estos tiempos de espectáculo político y de verdades intercambiables, todo vale. Ayer escuché un post en Facebook de un tipo que decía que la Armada Invencible se enfrentó al turco (así, en general) y que eso era cuando los españoles de verdad teníamos cojones. Una empanada monumental y ni un solo dato cierto en todo el post, pero tiene montones de seguidores. En fin. Quiero decir con esto que parece valer cualquier cosa, el disparate más chiripitifláutico será aceptado siempre que quien lo emita caiga en gracia y/o el mensaje esté en consonancia con nuestras fobias y filias.
Sin embargo la verdad es concreta (tal y como decía Bertolt Brecht) y tozuda, añado yo. Las mentiras y la irresponsabilidad criminal de Bolsonaro no evitarán que el país arda para desgracia también de él mismo y sus descendientes.
Desolación ante la desolación.

miércoles, 21 de agosto de 2019

OPEN ARMS: ABRIR LOS BRAZOS


OPEN ARMS: ABRIR LOS BRAZOS

Somos lo que hacemos. Si lo que hacemos es contemplar con indiferencia cómo un grupo de desdichados muere en el mar ante las cámaras, entonces ¿qué somos? De todas las prioridades que existen, la primera,  por encima de toda otra, es la vida humana. ¿Cómo es posible que no haya un clamor en las calles ante la posibilidad de dejar a más de cien personas morir ahogadas? ¿Cómo es posible que haya a quien le dé igual el dolor ajeno? ¿Qué peligro supone para nuestro país un  grupo de seres desvalidos, en peligro de muerte? ¿Cómo es posible que los casi náufragos del Open Armas sean percibidos como un estorbo, como una amenaza, por nuestros conciudadanos?
¿Qué es lo que defendemos cuando decidimos que un grupo insignificante de personas muera en el mar? Defendemos nuestro derecho a decidir sobre la vida y la muerte de los demás. Nadie tiene ese derecho a menos que esté él mismo amenazado de muerte.  No es el caso pero se crea un estado de opinión que simula esa posibilidad: es legítimo dejarlos morir porque nos amenazan de muerte. Es falso, es arrogante y es inhumano.  Sin embargo una parte importante de la ciudadanía lo acepta. Acepta renunciar a su humanidad,  aquello que le define como humano,  a cambio de una mentira. Esaú renunció a la primogenitura a favor de Jacob a cambio de un plato de lentejas.  En Occidente se está renunciando a la humanidad a cambio de una mentira que proporciona tranquilidad. Es el plato de lentejas más caro de la historia.
¿Sabéis que es lo primero que sale en la búsqueda de Google cuando tecleas Open Arms? Open Arms mafia: una intervención de un asesor de Toni Cantó acusando al Open Arms de traficar con seres humanos, titulares como “Salvini gana el pulso a Sánchez”, “el lado oscuro del Open Arms”, “Santiago Abascal aplaude a Italia”…
Son mentiras construidas con un objetivo: crear un estado de opinión de rechazo masivo contra los inmigrantes, contra los extranjeros pobres. Lo que  hay detrás del apoyo a la xenofobia por parte de personas de clase social baja no es  patriotismo,  ese concepto abstracto que cada uno interpreta a su manera.  Lo que hay detrás de ese apoyo es miedo, miedo a que lleguen más pobres, pobres como nosotros, con quienes tendremos que repartir lo que no tenemos. Lo que da miedo es el desbordamiento de ese espacio precario donde vivimos, la negativa a compartir ese espacio,  la percepción de que ese espacio es imposible de ampliar. El espacio de los ricos es algo que no nos concierne por lo ajeno y lo utópico: el aumento de su enriquecimiento no parece estar conectado con lo que nos sucede en nuestro día a día, con nuestro progresivo empobrecimiento.  Por otra parte,  los ricos son siempre bienvenidos y a ellos es mejor no molestarlos, no sea que se marchen a otro lado y perdamos la limosna.
¿Consideramos a personas procedentes de otras culturas, y sobre todo de otras razas, como completamente humanos? Yo diría que no, de ser así, como sociedad no permitiríamos que murieran. Viendo a los inmigrantes que intentan acceder a Occidente y de quienes sabemos que mueren a racimos, si realmente nos identificáramos con su humanidad, ¿permitiríamos a nuestros gobiernos que les dejaran morir, así, sin más? Los medios de comunicación conceden un sesgo interesado a todo tipo de noticia, pero tal circunstancia sirve sólo para explicar una parte, no todo. Si nuestra identificación con los niños que se ahogan en el Mediterráneo hubiera sido la misma que con el niño Gabriel, o con Julen, impediríamos con todas nuestras fuerzas que nuestros gobiernos respondieran con indiferencia, cuando no con hostilidad, ante estas tragedias repetidas. Son iguales que  nosotros,  tienen derecho a la vida pero se lo negamos atribuyéndole un carácter de amenaza que es falaz y sobre todo, negándoles su carácter completamente humano, sin comprender que, finalmente, en ese cambalache macabro que nos lleva a mostrar los puños en lugar de abrir los brazos, somos nosotros quieres perdemos nuestra humanidad.

viernes, 9 de agosto de 2019

CAMBIO CLIMÁTICO: UNA HISTORIA REAL


CAMBIO CLIMÁTICO: UNA HISTORIA REAL

Mi familia se mudó a las Torres de Cotillas en la década de los 70 procedente del campo de Lorca, buscando un futuro más halagüeño, el que prometían las entonces florecientes fábricas de conserva. El ayuntamiento ofreció por aquella época a todos los vecinos la posibilidad de plantar árboles en las aceras. Mi padre dijo que no, todos los vecinos dijeron que no porque no querían que los árboles les quitaran sitio para aparcar sus recientemente adquiridos automóviles baratos. En aquella época el progreso se medía por el número de coches. Los árboles eran un estorbo (y ojalá pudiéramos decir que esto ha cambiado). La casa de mis padres, orientada a poniente, es un horno en verano, los árboles hubieran rebajado unos cuantos grados  las temperaturas. Con mi primer sueldo les compré a mis padres un aparato de aire acondicionado.  Aún funciona como el primer día, es un tanque; es, literalmente, un tanque: un aparato tan contaminante que el gobierno ha ofrecido un plan renove en climatización para cambiar este tipo de máquinas. Todos los vecinos fueron colocando, más pronto o más tarde, sus aires acondicionados. En resumen: para que los coches pudieran deslizarse como por una pista de aterrizaje, nada de árboles y para revertir el calor asfixiante generado por su ausencia, aparatos de climatización altamente contaminantes. Cuando nos preguntemos cómo es posible que estemos llegando a este punto de no retorno respecto al calentamiento global, no es necesario que acudamos a sesudos estudios sobre la progresiva desaparición del permafrost: no tenemos más que sacar la cabeza por la ventana y contar árboles, coches y aparatos de climatización. A partir de ahí podemos ir haciendo cálculos.
El servicio de cambio climático de la UE nos informa de que este pasado mes de julio hemos alcanzado las temperaturas más altas desde 1.880, año en que se empezaron a llevar registros sistemáticos. Es posible que la población lo haya podido experimentar, posible pero no seguro: el refugio del aire acondicionado nos da una percepción distorsionada de la temperatura real. No parece que haya una alarma especial derivada de este hecho. Oímos que los casquetes polares se descongelan, pero nos pilla lejos como para que nuestro sistema de alarma se active. Sin embargo, nos quedamos sin tiempo. Cuando nuestra alarma interna, esa que nos advierte de un peligro, despierte de su letargo, será tarde para reaccionar. Hoy leía en Facebook que si, en caso de conflicto armado por un potencial colapso climático, querrías que tu hijo supiera manejar armas. Buena reacción: nos quedamos sentados bajo el aire acondicionado mientras vemos en internet un tutorial sobre cómo montar y desmontar un kalashnikov. El plan consiste, básicamente, en aprender cómo pegarle un tiro al que nos amenace con quitarnos el mando. Y se supone que somos primates superiores.
En EEUU la población ha elegido a Trump, un presidente que niega el calentamiento global y que retiró a su país del Acuerdo de París contra el cambio climático. En Brasil han elegido a Bolsonaro, cuyo plan es convertir la Amazonía, pulmón del planeta, en un mega almacén de materia prima para Ikea. En España, avanza una ultraderecha cuyo líder, Abascal, al ser preguntado por el cambio climático, responde que a él le gusta el campo (sic). Para ellos, los gases de efecto invernadero, generados por los combustibles fósiles, proceden de la misma región que el unicornio azul y son igual de reales. Estos son los líderes que tenemos para manejar una etapa clave en cuanto a sostenibilidad del planeta. Nótese que los mismos que niegan el cambio climático son los que defienden el uso generalizado de armas para que los buenos podamos matar a los malos.  Id engrasando el kalashnikov.

viernes, 2 de agosto de 2019

FASCISMO MEDIOAMBIENTAL


FASCISMO MEDIOAMBIENTAL

La relación del capitalismo con la naturaleza se puede calificar como de fascismo medioambiental pues está basada en superioridad, dominio, abuso e indiferencia. El fascismo excluye de la categoría humana e incluso del derecho a la vida a todo aquello que no esté sometido a su hegemonía. El capitalismo convierte a las personas en mercancía y a la naturaleza en recursos, reduciendo lo humano a comerciable y lo natural a mero stock.

Las medidas que Bolsonaro está anunciando con respecto a la Amazonía, que se resumen en entregarla amordazada y maniatada al agronegocio y que ponen en peligro la gran reserva ecológica del planeta, son una auténtica aberración y dan cuenta de ese fascismo medioambiental del que hablamos. Y no solo medioambiental: varias decenas de millones de personas viven en las selvas amazónicas y una vez que se acabe con su medio natural, morirán, con la complicidad de los casi cincuenta millones de brasileños que le han votado y ante la indiferencia total de la comunidad internacional. Para esta concepción del mundo, lo que no es recurso es desecho y los indígenas son percibidos como un elemento más de la naturaleza (casi como no humanos), pero no un recurso. Si a ellos sumamos que son considerados como un “obstáculo para el progreso”, el futuro de estas comunidades está prácticamente sentenciado.
Aquí en España, me cuenta un amigo la noticia de que en Valencia cuatrocientas mil toneladas de naranjas han sido destruidas (porque su venta se había depreciado con respecto a la importación) con lo que ello supone de desastre ecológico, de extractivismo puro. Toda el agua y todos los recursos dedicados al cultivo de esa enorme cifra de cítricos, tirados a la basura, sin tener en cuenta que el agua no es patrimonio solo de los agricultores sino de todos los seres vivos. El actual sistema económico es insostenible e incompatible con la vida. 
La carrera enloquecida para acabar con el planeta es fascismo medioambiental y el sistema nos convierte en cómplices. Todos somos al mismo tiempo explotados y explotadores, todos somos, de algún modo, unos fascistas medioambientales involuntarios. He tirado a la basura un par de calcetines de mi hija pequeña porque tenían sendos agujeros en el dedo gordo, ¿Para qué molestarme en coserlos si cuesta dos euros el pack de cinco pares? Pero, ¿en qué me convierte esta decisión intrascendente, una de tantas que tomo a diario? Me convierte en una depredadora medioambiental. Todas y cada una de las decisiones que tomamos, cuentan.
¿Cuál es la diferencia entre la destrucción de la Amazonía, la destrucción de las naranjas y yo tirando los calcetines rotos a la basura?: el volumen del desastre. Esa es la única diferencia porque el principio es el mismo: extraer para destruir, como si la Tierra fuera eterna y los recursos ilimitados.
El capitalismo nos contamina y decide nuestros comportamientos. Pero no es una predestinación, podemos escribir nuestro futuro, somos libres, debemos decidir cómo es la sociedad que queremos. Lo que hacemos y dejamos de hacer cuenta porque siempre podemos hacer algo distinto. Por supuesto, todo pasa  por someter nuestras acciones a un mínimo de reflexividad, pero sabiendo de antemano que nada es sin esfuerzo. No hace falta ser un experto para comprender que el tipo de economía  extractivista en la que nos desenvolvemos y contra la cual no hay modo fácil de luchar, acabará con el mundo y que traerá durante ese proceso un enorme sufrimiento a masas ingentes de seres humanos. Si cada uno de los casi siete mil millones de habitantes de la Tierra tirara a la basura un par de calcetines agujereados, ni siquiera este planeta que parece inagotable lo resistiría, pero este sistema produce países exportadores de materias primas y trabajo humano low cost y países acaparadores de recursos y consumidores de trabajo casi esclavo.

Nos comportamos como si nuestro mundo fuera de usar y tirar, sin ser conscientes de que no tiene recambio. El capitalismo salvaje acabará con el planeta si no le ponemos freno, porque lo peor de este sistema no es que sea desigual e injusto: lo peor y más amenazante es que es irracional.