domingo, 16 de enero de 2022

SIN TETAS NO HAY PARAÍSO

 SIN TETAS NO HAY PARAÍSO


Sin tetas, sin abdominales, sin los pómulos de Angelina Jolie o el culo de Kim Kardashian no hay paraíso. Es el nuevo mantra. Es la liturgia de un nuevo culto en la que las fieles se recortan o se añaden para caber en el molde que dictan las redes sociales, la publicidad, los videos musicales, las revistas del corazón con sus jóvenes madres, casadas con futbolistas, mocatrices que vuelven a tener cuerpos de ninfas a los tres meses de haber dado a luz. Es el ideal que construye el sistema, un ideal imposible por el que en ocasiones, fanáticos pero sobre todo fanáticas de esta fe, se autoinmolan, dejando la vida en una camilla de operaciones. 


Es el caso de Sara Gómez, que ha muerto en un hospital, con veintisiete perforaciones en diferentes órganos, más propias de un ataque con arma blanca que de una operación de estética. Se había puesto en manos de un cuasi médico al que contactó por internet para hacerse una lipoescultura que no necesitaba porque ya le habían advertido otros profesionales de que carecía de grasa que extraer. Pero ella, seguidora fiel de esta nueva religión, perseveró en el ideal y logró contactar con el alter ego del doctor Nick Riviera, un médico sin título, sin experiencia y sin escrúpulos al que no le importó ejecutar la operación imposible.


Ese es el desgraciado final del relato, pero la tragedia se había gestado antes, mucho antes, en la alianza entre patriarcado y capital. El patriarcado dice a las jóvenes que sin tetas no hay paraíso, no hay acceso al núcleo social exitoso, brillante, que te permite salir en televisión y/o tener millones de seguidores y seguidoras en redes, porque ahí reside la felicidad. Y el capitalismo pone a disposición de la feligresía los elementos para llevar a cabo estas operaciones, aunque cuesten la salud o incluso, como en este caso, la vida. Es cuestión de dinero únicamente porque en la web se puede encontrar todo lo demás.


Solo la insatisfacción con el propio cuerpo lleva a una mujer a buscar a un médico por internet cuando ya ha sido advertida de que la operación no era viable; un médico que ha de alquilar a tal efecto un quirófano en una clínica privada. La insatisfacción genera una búsqueda constante, interminable, que lleva aparejado un enorme sufrimiento físico y psíquico. Un camino hacia la supuesta felicidad plagado de dolorosas trampas.


Esa insatisfacción generalizada ha conseguido que las operaciones de estética se hayan disparado entre las personas jóvenes, de las cuales ocho de cada diez son mujeres, según cifras del informe de la Sociedad Española de Estética de 2019. Y esto es así porque las mujeres estamos bajo permanente observación, debemos ser jóvenes y bellas y caber en el ideal de la mirada masculina construido por el patriarcado: delgadas pero con enormes pechos y glúteos, rostro estilizado pero labios de negra, aspecto infantil pero libido de adulta. Nadie nace así, eso solo se consigue fragmentando y reconstruyendo a la mujer, un trabajo propio del doctor Frankenstein. Las clínicas de estética serias denuncian el intrusismo de cualquiera que, con una bata blanca y una jeringuilla de silicona, sea capaz de ponerse al servicio de la clientela. La presión por la imagen hace el resto. Pero estas mismas clínicas también contribuyen al malestar que la persecución de la imagen perfecta genera en las mujeres, porque es ese malestar precisamente el que produce beneficios millonarios en el negocio estético.


Hay malestar en muchísimas mujeres, una inseguridad permanente que les hace entrar en una lucha sin descanso consigo mismas. Jóvenes con inseguridad son carne de cañón en una sociedad que lo ha convertido todo en un puro espejo de feria. Imágenes en la caverna que son más reales que la propia realidad. Las redes sociales han hecho verdad como nunca el mito de la caverna: los selfies y las stories proyectan la imagen de una felicidad recauchutada y perfecta muy lejos de ser real, más cerca de complejos y miserias que de un supuesto paraíso. 



LA FRONTERA BIELORRUSA

LA FRONTERA BIELORRUSA

Mi familia, como casi cada familia, se reúne en Navidad, no es que seamos originales precisamente. Pero en la mía, no acierto a saber bien por qué, cada Navidad surge una reflexión sobre el horror de la Alemania nazi, sobre el peligro de repetir la historia y sobre el asombro del fascismo emergente. No es un tema muy navideño pero es un debate que acude puntual a su cita. Misterios familiares.

En esta ocasión yo me preguntaba en qué momento un ser humano o más bien un grupo humano deja de ser completamente humano para el resto de la sociedad porque creo que ese es el punto de partida de todo fascismo. De qué manera se acepta lo inaceptable, qué mecanismos concurren en la dinámica de grupo para que aceptemos o para que, como mínimo, nos deje indiferentes que otros sufran.

Cuando hablamos del Holocausto no dejamos de asombrarnos de la multiplicidad de suplicios que se pueden inventar para causar dolor. El asombro es fundamental,  el asombro y la indignación: nos acercan al prójimo y nos hacen rechazar todo daño que otros padezcan. Pero creemos que con el Holocausto la humanidad llegó a un pico de horror que no se puede volver a producir. Y ahí, lamentablemente, estamos muy equivocados.

Hemos visto horrorizados lo que ha ocurrido este año en la frontera bielorrusa, una frontera que se ha convertido en una cárcel para hombres, mujeres, niños y niñas. Una cárcel de frío, barro, hambre y miedo. Una grosera raya en el suelo que divide lo humano de lo no humano. Por lo visto, es una nueva forma de táctica de guerra: el uso de refugiados para presionar al adversario. Así es como Bielorrusia ha querido crear problemas a Polonia. Solo que el material utilizado es humano.

Como material de desecho está tratando Europa ahora  a los miles de refugiados que huyen de unas guerras auspiciadas por la propia Europa, y que son traídos ahora a esta frontera para ser utilizados como sacos terreros, refugiados que son reducidos a mera molestia, un incordio para Polonia que se dedica a hacer devoluciones en caliente. ¿Por qué? Porque no son mercantilizables. Se ha suspendido su estatuto humano. Los gobiernos europeos no atienden a llamadas de solidaridad, humanidad, derechos humanos porque no están al servicio de la ciudadanía sino del capital. Paradójicamente, en toda Europa, y en especial en el Reino Unido gracias al Brexit, falta mano de obra no cualificada. ¿Por qué entonces se prescinde de los migrantes, se les trata como individuos de tercera, ciudadanos de ninguna parte, apátridas, mera molestia?, ¿por qué se permite que se ahoguen el Mediterráneo o se congelen en la frontera Bielorrusa? Y una pregunta más: ¿no nos acerca al inicio del Holocausto esa indiferencia de gobiernos y ciudadanía hacia los que sufren?

Creemos que los pasos que damos hacia adelante nunca pueden volver hacia atrás, que nuestra evolución como seres civilizados es constante. Y ahí también estamos equivocados. Como ejemplo pondré la dolorosa paradoja danesa. Hannah Arendt en "Eichmann en Jerusalem" habla  de cómo durante la II Guerra mundial, la resistencia de la población y el gobierno danés impidieron la deportación de judíos. Emocionan hasta las lágrimas estas páginas.  Sin embargo solo unas pocas generaciones más tarde, el gobierno danés confisca las joyas y objetos de valor a las personas refugiadas que pisan su suelo, adoptando medidas cada vez más restrictivas hacia los migrantes. Generaciones educadas, se supone, en mayor igualdad y solidaridad aunque sólo sean teóricas. Causa dolor, asombro y confusión.  Qué ha pasado. 

El asombro y la indignación son fundamentales como decía antes porque cuando despojamos a otros de su estatuto humano, cuando el sufrimiento humano nos es ajeno (el primer paso es la indiferencia, después viene la justificación y por último la acción) nosotros mismos perdemos nuestra entidad humana. Y es en ese momento en que todo está perdido.