domingo, 26 de julio de 2020

LA MUJER FRAGMENTADA



LA MUJER FRAGMENTADA


Reside en el cuerpo de muchísimas mujeres un malestar casi permanente, que nos hace mantener una lucha interna inacabable. Nuestro cuerpo, independientemente de cómo sea, es percibido por nosotras mismas con demasiada frecuencia como susceptible de mejora, incompleto, defectuoso. Ni siquiera la Coronacrisis y la cuarentena han dado un respiro, bien al contrario: desde los distintos medios y redes sociales se proponían con insistencia durante el confinamiento diferentes modos de mantenerse en forma dentro de casa, influencers dando consejos, deportistas mostrándonos el camino a seguir, el camino a la felicidad que por lo visto reside en un cuerpo perfecto, si es que tal cosa existe, y para cuya conquista no es excusa un tiempo detenido, un momento de pausa como podía haber sido este encierro. Nadie duda de que el deporte es salud y que es importante el ejercicio físico, a menos que se caiga en un exceso maniático que lo neurotice, dando toda la importancia al aspecto físico y ninguna al bienestar psíquico. En demasiados casos se vincula la felicidad al hecho de tener un (imposible) cuerpo perfecto y esto ocurre sobre todo a las mujeres, al cuerpo de las mujeres, un cuerpo que en la intersección entre patriarcado y capitalismo se presenta fragmentado.

Ha sucedido en todas las épocas, este malestar no es nuevo pero sí que adquiere nuevas formas conforme avanzan los tiempos. En el actual modelo patriarcal de dominación masculina la mujer es fragmentada física y mentalmente: se aprovechan las partes fáciles de consumir y se descartan, reprimen y/o anulan las partes incómodas.  El hombre sin embargo es concebido como individuo integral: gordo, flaco, joven, viejo, infantil o maduro, su multiplicidad es aceptada como normal y conveniente. Sin embargo la mujer ha de ser: delgada pero con enormes pechos, con aspecto infantil pero con libido de adulta, joven eterna hasta un punto ridículo y a ser posible no muy inteligente, y si lo es, al menos que no se le note. Y, por supuesto, que no hable mucho (hay un regaetton cuyo estribillo dice: “quiero una mujer que no diga ná, ná, ná”). Se busca una muñeca con vida, irreal y moldeable. Es un modelo de mujer que parece el fruto de la proyección fantasiosa de un adolescente. Esta fragmentación causa a las mujeres que se someten a ese juego para triunfar un gran sufrimiento físico: operaciones quirúrgicas, dietas absurdas, gimnasio, rayos uva. Y también sufrimiento mental pues estar dentro de la norma  supone renunciar a aspectos de crecimiento personal: se exige ser acrítica, complaciente, sufrida y sumisa. Es la mujer ideal tanto para el patriarcado como para el capitalismo, esa alianza nefasta: aniñada y con grandes pechos operados, grandes labios también operados, que obedezca y esté siempre lista para el sexo, que no discuta y que esté siempre guapa .Todas iguales como si viniéramos en un único envase, lo que se sale de ese calibre, color y forma es descartado, en una especie de fordismo aplicado a los cuerpos. El sufrimiento es tanto para las mujeres que se ajustan a la norma (por los sacrificios que deben hacer para ajustarse a ésta) como para las que están fuera de la pauta pues son puro material de desecho: gordas, mayores, con gafas, desgarbadas, planas, quedan fuera del canon del triunfo. Recordad: sin tetas no hay paraíso.

Se nos exige un enorme esfuerzo para estar físicamente a la altura de lo que se espera de nosotras, esfuerzo que sin embargo no se reclama a los hombres. Vemos muy a menudo a mujeres estupendas al lado de hombres que parecen orcos. Ellos pueden tener sobrepeso, años, canas, arrugas, y no pasa nada. A la inversa es inconcebible, en las mujeres es imperdonable no estar perfectas. Y por mucho que nos esforcemos, en nosotras siempre hay un error, un defecto, una desviación, algo que corregir: estamos en permanente proceso de construcción, como si estuviéramos inacabadas.






EL NUEVO MIEDO


EL NUEVO MIEDO

La columna vertebral del miedo, su espinazo, es lo desconocido. Lo desconocido nos sacude y nos desestabiliza de un modo mucho más profundo que los horrores cotidianos.
En estos momentos nos encontramos como humanidad frente  a uno de los escenarios más inquietantes: nos enfrentamos a un enemigo invisible pero implacable. Puede estar en el carro del supermercado o en el abrazo del amigo, puede estar en el paseo o en el viaje, en la gestión bancaria o en el colegio. Puede estar en el extranjero (sobre todo en el extranjero) o en el familiar, en tu hijo o en el inmigrante, a diez mil kilómetros o en la puerta de tu casa. Todo es sospechoso de contener el virus temido. Todos somos sospechosos de transportarlo y transmitirlo.
Y no nos deja más alternativa que recluirnos y guardar las distancias, nosotros, seres gregarios, que necesitamos los ojos del otro para construir nuestra identidad, para justificar nuestra vida, para sentir que somos lo que somos: humanos.
Se siente la nostalgia de la vida de antes, la de los miedos menos complejos que este, cuando podíamos viajar sin restricción alguna, ver a los amigos y a los compañeros de trabajo, a los colegas, a los familiares. Cuando podíamos pensar que vivíamos una vida común y corriente, con lo que tiene de anodino pero de tranquilizador. Nos atraviesa el miedo de no poder recuperar la vida de antes. Nos sacude la incertidumbre.
Nuestra lista de miedos se ha adaptado a los nuevos tiempos (el miedo debe ser una de las emociones más adaptativas): tenemos miedo a vernos, a no vernos,  a enfermar, a que nuestra familia enferme, a  perder el trabajo, a la pobreza, a que vuelvan a confinarnos, a la inestabilidad mental, a la soledad, a morir en soledad (miedo que se ha hecho dolorosa  verdad durante esta pandemia), a no recuperar nuestra vida de antes. Por tener miedo, hasta tememos al otoño.
Las estructuras políticas también están siendo puestas a prueba por este miedo tangible a un enemigo tan difuso como ubicuo. Constatamos que desde el punto de de vista político no había nada previsto contra este enemigo propio de un escenario distópico, a pesar de que estaba largamente  anunciado. Numerosas voces acreditadas advertían de la posibilidad cierta de una pandemia universal, tan cierta que  no se especulaba si se produciría si no cuándo se produciría: la única duda sobre la emergencia era la fecha. A pesar de ello prácticamente ningún gobierno estaba preparado y hemos asistido al espectáculo bochornoso de ver cómo las autoridades de distintos países han llegado a robarse unos a otros material médico en pleno aeropuerto.
Los gobiernos han reaccionado de formas distintas. Los más conservadores han destacado, cómo no, por su indiferencia y por su crueldad. Ha habido  los que se han cerrado en una defensa del mismo futuro mega industrial y depredador que nos ha traído hasta aquí, sacrificando en el camino sin pestañear a la parte más vulnerable de su población: los viejos y los pobres. Hay los que han mostrado un rostro más social. Pero en general hemos tenido la sensación de que no había nadie al volante.
Ahora lo que está en disputa es la vacuna, una vacuna que nos protegerá al mismo tiempo del virus y del miedo. Los países compiten en una carrera enloquecida hacia  el esperado santo grial en forma de medicamento, la varita mágica para repetir legislatura. No colaboran, compiten: el mensaje que esto envía es que la pandemia y el confinamiento si algo han enseñado es a ser más insolidarios a  pesar de la evidencia de que no habrá futuro sin cooperación mutua.
Alguien en un mercado de Wuhan, en la lejanísima China, contrae un virus (debido a la depredación imparable y salvaje del medio natural)  y a los pocos meses la actividad mundial queda paralizada. ¿Es esto evidencia de que como humanidad somos un único organismo cuya defensa debería ser igualmente unificada? Cualquiera diría que sí. Sin embargo los gobiernos del planeta actúan como si estuvieran solos en la Tierra. Reaccionan únicamente en función de aquello que garantice su continuidad en el poder.
¿Hemos aprendido como individuos  y han aprendido los gobiernos con este baño de realidad que la única opción es la actitud colaborativa? No. Por eso ahora asistimos ahora al espectáculo aún más bochornoso de la pelea por la ansiada vacuna que nos libre de esta parálisis social que se lleva por delante la vida económica de los países.
Todo lleva a pensar que, como animales inteligentes que nos decimos, dejamos mucho que desear: más que seres superiores capaces de aprender de las equivocaciones somos meros depredadores cortoplacistas  sin visión de futuro. Y eso sí que da miedo.



EL BRIBÓN


EL  BRIBÓN

Bribón es el nombre con que bautizó el rey Juan Carlos a su primer yate de competición, algo que, a la luz de las últimas noticias sobre  el tema, podemos considerar como una autodefinición y una declaración de intenciones al mismo tiempo para alguien que siempre ha entendido  su papel de Estado como un lucrativo negocio personal. Al siguiente le llamó Fortuna: el Bribón ya había prosperado.
No estuvo solo en esta tomadura de pelo masiva a la ciudadanía. Tuvo y tiene la ayuda inestimable de una prensa y unas instituciones vergonzosamente cortesanas y encubridoras de sus manejos, algo que habría que indagar y eventualmente juzgar porque los delitos son de tal calado que han sido investigados por la fiscalía suiza. Según los indicios, el rey cobraba comisiones ilegales en negocios privados valiéndose de su figura como monarca; transportaba dinero negro en aviones oficiales, en viajes oficiales, metiendo maletines a través del aeropuerto de Barajas como si se tratara de bombones Lady Godiva y contando los billetes con una maquinita en Zarzuela, como un contable de la mafia; diciéndose rey de todos los españoles y llevándose su fortuna a paraísos fiscales a lo largo y ancho del planeta (podríamos perdonar el insulto pero no el delito);  pasando por marido y padre ejemplar y pillado con una rubia dudosa de cacería en Botswana...  Y para coronar el cachondeo, en los discursos navideños pedía a la ciudadanía una ejemplaridad cuyo modelo él mismo representaba y hablaba de que la “justicia era igual para todos”,  algo que sólo cabe interpretar como un cruel sarcasmo. Ya no se puede defender esta institución sin caer en el ridículo más espantoso, y mira que los monárquicos perseveran.  Estas cosas son las que sabemos, cómo serán las que ignoramos.
Si trascendemos la anécdota, constatamos que todos esos presuntos delitos han sido posibles gracias a que el  rey ha sido y sigue siendo legalmente inviolable, constitucionalmente irresponsable. Dicho de otro modo: la figura del monarca tiene patente de corso. Y así la ha hecho valer. Los monárquicos quieren que se perdonen los “pecadillos” del emérito y que no salpiquen a la Corona (que para ellos sigue siendo ejemplar, como siempre ha sido…). Pero  ¿por qué hemos de suponer que su hijo, el rey Felipe VI, se comporta de modo distinto cuando tienen las mismas prerrogativas? De hecho, cuando el padre le legó  los 100 millones de euros de las comisiones del AVE a la Meca, Felipe VI lo supo de forma oficial en 2019 (porque así se lo comunicó un despacho de abogados británico) pero sólo lo hizo público en 2020, apantallado por la pandemia, y no por intención de transparencia sino porque  la bola de nieve era de tal magnitud que era necesario frenarla antes de que se llevara por delante el edificio de la Corona. Si los negocios turbios los heredó el yerno, sólo con un acto de fe podemos creer que no los ha heredado también el hijo, porque la transparencia de la institución sigue siendo la misma. Después de estos hechos, el hijo ha intentado desvincularse del padre, pero ¿cómo se puede hacer esto en una institución que basa su legitimidad precisamente en la filiación? Para heredar la Corona me vale el padre, para heredar  la mala prensa del uso que de ella ha hecho, ya no. Que no nos falte nunca un buen doble rasero.
No es que el rey emérito haya resultado ser un sujeto que se ha reído de España, de los españoles, de las instituciones, de su familia y del copón de la baraja, qué mala suerte hemos tenido, oye. No. Todo esto ha sido posible y lo sigue siendo porque la corona es una institución caduca, más que presuntamente corrupta, fundamentada sobre la desigualdad del privilegio de sangre, que no es electiva sino que se hereda por vía de nacimiento, que no la hemos elegido sino que se nos impuso en un trágala de la Transición como una herencia intacta del franquismo, ¿qué clase de democracia somos si permitimos la pervivencia de una institución como esta, máxime con lo que ya sabemos sobre los usos y costumbres de la Corona gracias al emérito?, ¿no deberíamos, como ciudadanía hacer valer nuestra dignidad y someter a referéndum la pertinencia en democracia de una institución de estas características?
Hemos estado representados por, según todos los indicios, un presunto delincuente fiscal ¿Lo damos por bueno, liquidando con ello los restos de dignidad que nos queden o clamamos por su procesamiento? Si lo damos por bueno aceptamos que convivan dos relatos contradictorios: el contado habla de un rey ejemplar, el real habla de un defraudador como Jefe de Estado. Ya no son medias verdades, rumores, cosas que se cuentan y de las que tenemos sospecha aunque no evidencia: ahora quedan pocas dudas. Y deberíamos poder elegir. El gobierno de coalición debe tomar una decisión  que esté a la altura del reto. Y no es fácil.