sábado, 31 de julio de 2021

MUJERES GIGANTES

 MUJERES GIGANTES

Hay una generación de mujeres a las que este país debe, como mínimo, un homenaje. Nacieron en tiempo de guerra o poco antes y se hicieron jóvenes y adultas a lo largo de una durísima posguerra.  Mujeres del medio rural que no pudieron ir al colegio y cuya escasa formación, si es que tuvieron alguna, corrió a cargo de maestros ambulantes que hacían verdad aquello de pasar más hambre que un maestro escuela. Tuvieron infancias cortas, sin tiempo para jugar, encargadas desde los siete, ocho, nueve años de hermanos menores, de las tareas del hogar, de la huerta, del pastoreo, de pequeños grandes trabajos dentro o fuera de la casa. Son nuestras madres, nuestras tías, nuestras abuelas, una generación de mujeres que han comido toda la vida sentadas en el borde de la silla, que se levantan como con  un resorte en cuanto alguien necesita algo, que comen las últimas, que comen de pie. Recibieron y cumplen a rajatabla el mandato de estar al servicio de los demás, de ponerse a sí mismas en segundo lugar que, en familias grandes, es tanto como decir en último lugar. Bien sabéis de qué hablo porque hay al menos una de estas mujeres en cada casa. Han traído al mundo cuatro, cinco, seis hijos, han perdido alguno por el camino, han cargado con ese dolor en sus corazones. Han trabajado en el campo, junto con los hombres, segando, transportando sacos de grano; en las fábricas, en interminables horas de pie, pegadas a la cinta transportadora; han sido emigrantes en Francia, en la vendimia, lejos de sus familias, año tras año, con la preocupación de los hijos que dejaban atrás; han fregado suelos de rodillas en casas ajenas para dar de comer a los hijos. Ellos también han tenido vidas duras pero después de la extenuante jornada de trabajo, han descansado en casas limpias gracias a ellas, se han sentado a la mesa a comer mientras ellas les servían y se han acostado en sábanas que ellas habían lavado. Estaban obligadas a ser servidoras, nunca servidas y han interiorizado ese papel, lo han hecho propio. Hay un dicho repetido en zonas rurales: la mujer solo puede pasar dos veces por delante del hombre, una para acostarse y otra para levantarse. Bien dice Carmen Sarmiento que las mujeres son el sur de todos los nortes, el sur del sur, el sur de los hombres.

Debería haber en cada pueblo, en cada ciudad, avenidas y plazas dedicadas a estas mujeres que han sostenido con su trabajo, con su lucha, con su jornada doble, con su renuncia a sí mismas, la vida de nuestro país. Son los puntales de la intrahistoria, el espinazo de la vida cotidiana. Hay que escuchar sus historias para comprender de verdad de dónde venimos, porque son ellas las que, con su trabajo y su sacrificio, con la comida en la mesa y la ropa lavada después de la jornada laboral, nos han traído hasta aquí y nos han hecho quienes somos. 

A veces las vemos. Se cogen de las manos cuando se ven, se reconocen, se dicen que se quieren, se dicen cuánto se quieren. Son como niñas viejas, son niñas viejas de infancias duras. Se entregan protección y afecto como han hecho siempre. Con el paso de los años, ese afecto se desnuda de formalidad y se carga de urgencia; el tiempo apremia, lo que tengan que decir, deben decirlo ya. Son mujeres admirables, mujeres gigantes.


lunes, 19 de julio de 2021

ULTRADERECHA Y VIOLENCIA

 ULTRADERECHA Y VIOLENCIA

La llegada de la ultraderecha a las instituciones y el aumento de la violencia en forma de asesinatos (asesinato racista en Murcia, asesinato homófobo en A Coruña) no son hechos aislados e independientes, bien al contrario, existe una clara correlación entre ambos.

Iván Espinosa de los Monteros  dijo que: “En España hemos pasado de dar palizas a homosexuales a que ahora impongan su ley”. De esta frase se deduce que dar palizas es mejor, infinitamente mejor. Y eso han hecho en A Coruña: matar a un chico de una paliza al grito de “maricón”.


En Murcia, un ex militar ha matado de varios disparos a quemarropa a un joven marroquí, Younes Bilal, porque sí, porque era un moro. Sin ninguna otra justificación más que la que se desprende del discurso que Vox se ha dedicado a difundir y en el que culpa a los inmigrantes de todos los males de nuestra sociedad. Hace pocos días, en Cabezo de Torres han aparecido pintadas contra el Islam acompañadas de una cabeza de cerdo atravesada por un cuchillo en la mezquita. 


¿Reflexionan? No, ellos no.  Hace poco Vox ha pedido  a sus seguidores que hostiguen al editor de El Jueves, la revista satírica, a su salida de la redacción. Están pidiendo a sus correligionarios que amenacen a quienes les critican. La violencia no surge por generación espontánea, está al final de todo ese discurso de odio. El asesinato es la culminación necesaria de ese nudo de maldad, miedo, perversión, incultura, crueldad, negación, insolidaridad, ignorancia,  de todo lo peor que existe en el alma humana. Como no les asiste la razón se tienen que hacer servir por la violencia.


Pero nada ocurre de la noche a la mañana. El blanqueamiento de la ultraderecha es muy alarmante. Según Isabel Diaz Ayuso si te llaman fascista es porque estás del lado bueno de la historia. Y casi da risa, pero  hay algo muy serio y muy preocupante en el fondo de todo esto que parece una boutade, una de esas tonterías que se le ocurren periódicamente a la cabeza de Ayuso, que funciona en automático todo el tiempo y que emite mensajes sin avisar a la parte racional, si es que existiera, que lo dudamos. Y no es la única: Pablo  Casado define la Guerra Civil como un "enfrentamiento entre quienes querían la democracia sin ley y quienes querían la ley sin democracia", haciendo uso de una equidistancia imposible y ofensiva, negando la realidad histórica de un gobierno legítimo tumbado por un golpe de estado fascista de manual.  Y lo preocupante es de qué manera se cuela el mensaje de que el fascismo es algo con lo que transaccionar como si nada. ¿Por qué? ¿Cómo nos hacen admitir, siquiera sea de forma tácita, que una ideología que ha devastado Europa hace poco más de setenta años, puede entrar en el discurso? Un discurso al que las personas que creemos en la democracia nos oponemos, evidentemente,  pero que muchos otros defienden haciéndolo pasar por un relato “como cualquier otro”. Y eso es lo grave. Que no es “como cualquier otro”, es un relato que debería estar fuera del curso normal de lo discutible,  que debería estar proscrito como la defensa de la esclavitud o del canibalismo. Y debería estar proscrito por inconstitucional.

Hay algo en lo que estaremos todos de acuerdo. En nuestra constitución están recogidos los siguientes principios: todos somos iguales en derechos y obligaciones  y no se puede discriminar a nadie en razón de su raza, religión, sexo, procedencia, etc. El discurso fascista conculca todos estos principios. La homofobia, el racismo o el machismo no son opiniones, son la negación de los derechos de personas homosexuales, de personas extranjeras o de las mujeres. Y todo ello es inconstitucional.

Se auto invisten de patriotas a base de envolverse en la bandera. Ignoran que patriotismo es luchar por la unidad social (esa que amenazan a diario con su violencia) y no por la unidad étnica, de orientación sexual o de procedencia, pura falacia en un mundo globalizado como el nuestro, falacia que nos envía de vuelta a la Edad Media. 

No estoy exagerando. En este estudio (*) se recoge de qué modo la ultraderecha en España está más organizada y es más violenta que en otros países del entorno y muestra que en pocos países de Europa Occidental se da una situación tan grave como en el nuestro.  No podemos ni debemos ignorar las ya más que amenazas de la extrema derecha porque esto solo puede ir a más.

Las palabras de odio cargan las pistolas y los puños. La ultraderecha no puede ganar esta batalla cultural porque nos jugamos mucho, nos jugamos la convivencia en paz, nos jugamos la vida.


(*)https://www.sv.uio.no/c-rex/english/groups/rtv-dataset/rtv_trend_report_2020.pdf









martes, 13 de julio de 2021

UNA VIOLENCIA INNOMBRABLE

 EL CONSENTIMIENTO, UNA VIOLENCIA INNOMBRABLE

El jueves 20 de mayo se ha aprobado en España la ley de protección de la Infancia, una ley tan necesaria que escandaliza el hecho de que hayamos llegado a 2021 con una laxitud tal en los delitos contra menores.

Nos sirve como reflexión sobre este tipo de delitos el libro de Vanessa Springora “El consentimiento”, escrito en primera persona, en el que relata su temprana relación con el escritor Gabriel Matzneff. La autora describe su experiencia en un tono mesurado, sin concesiones a lo escabroso, sin dilatarse en descripciones superfluas.  Emplea un estilo sin alardes porque la historia personal debe sobresalir, el fondo no puede quedar velado por la forma. 

La autora fue seducida a la edad de catorce años por el escritor Gabriel Matzneff, quien además hizo de esta relación material literario. Ella se llama V. en el libro “La niña de mis ojos”, transformada en un personaje literario que encarna la justificación del abuso de menores. Tras años de terapia y perseguida por la posibilidad de haber sido convertida en coartada para este tipo abusos, ella decide responder de igual manera atrapándole a él en un libro. Él, en justa correspondencia, se llama G. en el libro de ella.

En el mensaje directo emitido en la época, él, el gran escritor, se ha enamorado de la niña y el amor todo lo justifica, todo lo puede, todo lo vence. Pero en el subtexto descubrimos que ella, la sublime, la divina, la niña de los ojos del literato no es el sujeto de esta relación asimétrica y abusiva, no es ni siquiera predicado, si acaso apenas un adjetivo utilizado en la misma frase una y otra vez. No es un sujeto sino un objeto intercambiable que su partenaire hará valer durante un tiempo mientras la alterna con otras niñas y niños de su edad tanto en París como en viajes a Manila, para disfrutar de (utilizando las propias palabras del escritor) “culos frescos” de diez y once años.

Hay seducción y no violencia en esta relación. La violencia siempre es sólida. La seducción es un fluido que impregna toda la relación y que no deja huella aparente. La seducción desarma a la víctima de toda resistencia, da una coartada al abusador que se permite poetizar sobre el abuso, convence a la sociedad de que ese tipo de relaciones no son nocivas, al contrario, todo niño y adolescente debería ser iniciado en la sexualidad por un adulto. En el consentimiento no hay agresión, sino lo que la autora llama “una violencia innombrable” porque no encuentra elemento físico al que anclarse. La devastación es igualmente inevitable.

Consentir es aceptar hacer algo que otro ha decidido, es dejar de ser sujeto para ser el objeto de otros deseos o necesidades. Observamos que lo que conduce al consentimiento es un vacío tácito o explícito. En el caso de la autora, la necesidad de una figura paterna, de reconocimiento y de autoestima. En el caso de los niños de Manila, una necesidad económica. Cada uno consiente por un motivo distinto, satisfaciendo con ello el deseo del pederasta, experto, como buen depredador, en encontrar las grietas de carácter que le permiten obnubilar a su presa.

Esta relación y las muchas que tuvo el escritor con otras niñas y niños, eran conocidas por todo el mundo. Comprendemos leyendo el texto que ella no tenía ni la más mínima opción de escapar, pero, ¿cuál es la clave que explica esta tolerancia social? Se trata de una sociedad que abraza y difunde el mito de la niña que seduce arteramente al inocente hombre adulto, como en la interpretación torticera que se hace del libro “Lolita” de Nabokov y que tan magistralmente desvela Lola López Mondéjar en su novela “Cada noche, cada noche”, en la que incluso denuncia a Matzneff: “ese escritor ruso-francés, ¿lo ha leído? Hace apenas dos años publicó un libro defendiendo abiertamente la pederastia”. Es especialmente sorprendente el trato que recibe Matzneff por parte de Protección de Menores, quienes advertidos de forma anónima de la relación abusiva que mantiene, le llaman a declarar solo para tratarle en la entrevista con una suavidad servil y cómplice, “no se inquiete señor G., esto no es más que una formalidad”. Aunque en caso de haber sido detenido por abuso de menores aún llevaba un comodín en la cartera: una carta del propio presidente de la República y amigo personal.

Numerosos intelectuales de la época firmaron un manifiesto a favor de la relación de adultos con menores que, ahora se sabe, fue redactado por el propio Gabriel Mathnef, también firmante, aunque mantuvo su identidad bajo las siglas G.M. Es el zeitgeist que a Springora le tocó vivir, el espíritu de la época que hace que la propia madre de la niña abusada sea tolerante con el abusador. Impregnada del espíritu de mayo del 68 que mantenía que el sexo era revolucionario y liberador, independientemente de la edad o filiación de sus protagonistas, no es capaz de ver el trauma al que su hija está siendo sometida. El consentimiento no es más que el nombre que se le da al abuso cuando todo un sistema social se ha puesto de acuerdo en que tal hecho es tolerable. Consentir es, como decíamos más arriba, aceptar ser objeto del deseo de otro. Pero dejar de ser sujeto para convertirse en objeto es algo que no sucede sin consecuencias. Otra cosa es que como sociedad ese hecho nos importe más o nos importe menos. En España, ahora, con esta ley, parece que nos importa más.

Existe todo un paradigma social que acepta cierto tipo de comportamientos. Solo cambiando ese paradigma se harán visibles los abusos, las fallas del sistema, pero esto no es fácil y lleva tiempo. Hubo otra niña, Francesca Gee, abusada por Matzneff que de adulta también escribió un libro relatando su experiencia y que fue rechazado por todas las editoriales a las que lo presentó (entre ellas la que publica el libro de Springora). El problema es que se adelantó a su tiempo. La comprensión social hacia este tipo de abuso ha llegado hasta nuestros días. Nada es tan difícil de cambiar como un comportamiento socialmente aceptado. El consentimiento, convertido en fenómeno editorial en Francia, ha puesto un espejo frente a la sociedad francesa obligándola a poner en cuestión ese paradigma. Ya era hora.



AMOR, CUIDADOS Y REMUNERACIÓN

 AMOR, CUIDADOS Y REMUNERACIÓN

Que la labor de los cuidados recae mayoritariamente en las mujeres no es ninguna novedad. Poco ha cambiado a lo largo de milenios.

Los cuidados y todo lo que ello conlleva están asignados a la mujer y son no remunerados por una razón: porque están vinculados a la emocionalidad, ámbito de lo femenino. La emoción, como todo el mundo sabe, es gratis. Por favor, sólo faltaba: se cuida a los hijos por amor, se pone la lavadora por amor, se ordenan los armarios por amor, se friega el váter por amor. Y así un largo etcétera de tareas que convierten la jornada laboral del amor en una jornada interminable, sin horario, sin vacaciones y no remunerada. Un negociazo, vaya. Por si ello fuera poco es además una labor invisible y por lo tanto carente de valor. Y no se vayan todavía que aún hay más: la que se queda en la casa, en ese mullido nidito de amor non-stop, es la mantenida. Como no “trabaja”, no tiene dinero y como no tiene dinero, tiene que pedírselo al proveedor oficial de pasta, o lo que es lo mismo, el amante esposo, compañero, novio, lo que la sitúa de forma permanente en el escalafón pedigüeño, esto es, en situación de inferioridad. 

Por supuesto, con el mayoritario acceso de las mujeres al mundo laboral, parte de este cuento ha cambiado, pero solo parte. Porque en los hogares donde trabajan el hombre y la mujer, la que  se suele ocupar  de que “no nos coma la mierda” sigue siendo la mujer, lo que añade unas veintidós horas de trabajo extra a la semana laboral. Veintidós horas no remuneradas. Es lo que tiene trabajar por amor.

A que las mujeres acepten (o se resignen a) este trato desigual contribuyen muchos factores: dificultad en el acceso a la educación, falta de referentes femeninos por el borrado de las mujeres a lo largo de la historia, necesidad de adecuarse a lo que la sociedad demanda de nosotras, etc. Los cuentos de hadas, las películas, las series de televisión, la publicidad nos enseñan que las niñas y luego mujeres debemos aspirar solo a triunfos vicarios (ser la churri del macho alfa) como por ejemplo en La Cenicienta, que consigue ascender en el escalafón social por vía marital, que es la que nos está permitida. ¿Qué hubiera pasado si La Cenicienta hubiera cobrado todas esas horas de trabajo gratuito, tan asimiladas a su identidad que acaban dándole el nombre que lleva? A lo mejor se hubiera comprado un piso y hubiera pasado de un tío que no es capaz de distinguirla de las demás si no es poniéndole un zapato ridículamente pequeño, un zapato que encarna todo lo que se espera que ella sea: pequeña, frágil, delicada, transparente. Pero nunca lo sabremos porque esa parte del cuento no está escrita.

La “doble jornada” tiene nombre de mujer y es resultado de la vieja división sexual del trabajo, que da por hecho que nosotras nos encargamos por amor de la casa y los cuidados familiares y personales (sin cobrar), mientras los hombres abordan la calle y las decisiones públicas (cobrando). 

El trabajo del hogar podría (y debería) ser un trabajo como otro cualquiera pero no lo es: es el único trabajo que ni tiene horario, ni tiene vacaciones, ni se puede posponer y sin embargo es el menos valorado, el invisible, el que carece de proyección social.

Según un estudio de Oxfam Intermón el trabajo no remunerado en España supone un 41% del PIB (*). Y ese trabajo no remunerado es básicamente femenino. Por lo visto las mujeres con nuestro voluntariado mantenemos casi la mitad de la economía nacional. Eso quiere decir que nos han contado el cuento justo al revés: no somos unas mantenidas sino unas mantenedoras. Ya es hora de saberlo para empezar a cambiarlo.


(*) https://tribunafeminista.elplural.com/2018/09/el-trabajo-domestico-no-remunerado-de-las-mujeres-alcanzaria-el-41-del-pib-en-espana-un-13-del-mundial/






sábado, 10 de julio de 2021

¿VIOLENCIA SIN GÉNERO?

 

¿VIOLENCIA SIN GÉNERO?

¿Existe la violencia de género? Es evidente que sí, pero hay quien lo niega. Desde la llegada de Vox al Congreso ha hecho de esta negación una bandera. Pero negar un problema no consigue que desaparezca; lo que sí consigue  es que sea imposible ponerle remedio. Quienes niegan  la violencia machista son cómplices necesarios de estos criminales a quienes llaman locos, casos aislados o violencia en general; violencia sin más, así, a granel, sin procesar, sin analizar.

Hay sujetos que exhiben carteles de Stop feminazis. Si creen que hay una única violencia, una violencia sin género, como ellos la llaman, ¿por qué no llevan un cartel que diga: “Stop nazis”? Dobles raseros por donde se les cuela la ideología rancia.

Negar la existencia de algo tan peligroso causa un daño que puede ser irreparable porque la realidad es tozuda como ella sola y no desaparece con ser negada. Reconocer un problema sirve para analizarlo, ponerle límites, combatirlo y finalmente erradicarlo. Lo contrario es dejar campo libre para que ese problema pueda manifestarse  en cualquiera de sus formas (insulto, violencia, secuestro, violación, asesinato)  de forma indefinida.

La violencia sin género es una opinión, opinión por cierto contraria a toda lógica y contraria también  a principios y consensos nacionales e internacionales, es manifestarse en contra de nuestra legalidad vigente, habida cuenta los convenios y declaraciones internacionales suscritos por España que condenan la violencia de género como un tipo de crimen diferenciado y merecedor de una protección especial. No hay que olvidar tampoco que esa negación está fundamentada sobre premisas manipuladoramente falaces como lo son las denuncias falsas.

¿Por qué ese empeño en negar algo que es evidente?  Está más que demostrado que hay un patrón que se repite: hombres que matan mujeres por el simple hecho de ser mujeres,  para no perder el control sobre ellas que el patriarcado les concede. Y como hemos visto recientemente, hay aún una forma más refinada de violencia contra las mujeres, una que consigue que su dolor sea interminable: dejarlas con vida pero matar a sus hijos. Insistimos, ¿por qué negarlo, entonces? Admitir la evidencia de que existe una violencia específica contra las mujeres equivale a admitir que existe una desigualdad que propicia esa violencia; admitir esto último exige poner en cuestión todo el sistema, que es lo que ha hecho el feminismo a lo largo de toda su existencia. Admitir que existe la violencia de género tiene como conclusión final convertirse en feminista. Y ellos no van a pasar por ahí, porque quieren seguir ostentando privilegios y que las mujeres permanezcan en el plano de desigualdad donde han estado siempre. Por eso precisan coartadas mentirosas, como las denuncias falsas, por eso tienen que negar este tipo de violencia. Quienes aceptan la estructura de poder en la que los hombres son superiores a las mujeres son incapaces de ver o incapaces de admitir que existe una violencia específica contra ellas.

Ese disparate de reciente creación denominado  violencia sin género nos haría volver atrás, a esa etapa en la que no se sabía cuántas mujeres morían a manos de sus parejas porque no se llevaba contabilidad de los feminicidios, a la época en que esos asesinatos eran catalogados románticamente con el calificativo de “crímenes pasionales”. Nos haría volver a tiempos en los que la maté porque era mía era un atenuante perfectamente válido.

No son monstruos, no son locos, no son casos aislados. Hay quien necesita pensar que son todo eso para alejarlos de sí (son monstruos, yo no lo soy, por tanto este problema no me atañe). Pero no es nada de eso, no infligen un daño aleatorio: es el machismo que mata con un patrón definido. Y pobres locos, por cierto, los enfermos mentales no merecen esa comparación.

Negar la violencia de género es rechazar todo lo que se ha hecho hasta ahora para proteger a las mujeres contra esa lacra, es dejar a las mujeres de nuevo desprotegidas frente a sus maltratadores, es darles la espalda como sociedad. Negar la violencia de género es violencia de género.