lunes, 22 de septiembre de 2014

MAESTROS DE POSGUERRA

MAESTROS DE POSGUERRA

            Como es sabido, la Segunda República acometió la mayor reforma en educación de la historia del país. Su constitución proclamaba la escuela única, la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza primaria, la libertad de cátedra y la laicidad de la enseñanza. Pero mis padres no tuvieron esa suerte, a ellos los educó la posguerra.

            Mis padres no fueron a la escuela, pero no eran analfabetos. Sabían leer y escribir y las cuatro reglas. Mi padre debió estudiar algo más que la media, tenía una letra preciosa y le gustaba leer. Por aquella época iban por los cortijos unos maestros  haciendo vivo el refrán de “pasar más hambre que un maestro escuela”, dando clases a las criaturas en edad de aprender a leer y escribir, sumar y restar. Hasta ahí llegaba todo el plan curricular.

            A mi madre le dio clases el tío Castañeta. Era hijo de una familia que fue capaz de darle ciertos estudios. Después casó, quedó viudo con dos hijas y terminó de maestro escuela, comiendo y durmiendo de caridad. También le llamaban para hacer las particiones de las herencias, él hizo la partición de mi abuelo Juanjosé, actuando en este caso como notario. Y con una bellísima letra de escribano, por cierto: tengo los libros guardados. A casa de mis abuelos maternos solía ir y se quedaba siempre que podía, seguramente por dormir caliente. Él tenía una casa en el Pantano, pero estaría helada a su regreso. Iba haciendo la ronda por los cortijos y procuraba que la hora de comer le cayera allí donde le pudieran arrimar un plato caliente. Sobra decir que todos los desplazamientos eran a pie. En una ocasión llegó a casa de mis abuelos atravesando la cañada cubierta por dos palmos de nieve. Le dijo a mi abuela al llegar:
-       Tía Ramona, no sé si tengo pies o lo que tengo.
-       Venga usted p’acá, hombre, caliéntese en la lumbre. ¡Teresa, tráele unos calcetines al Tío Castañeta!
         Cuando el pobre hombre se sentó a ponerse los calcetines secos, se dio cuenta de que sólo llevaba un zapato. Había perdido el otro en la nieve y no se había dado cuenta.
-       Pues yo ya no salgo ahora a buscarlo – dijo -. Mañana saldré a ver si lo encuentro, como no sea que se lo haya encontrado otro.

         Cabe preguntarse en qué condiciones estaría el que se encontrara un zapato solo en la nieve y lo pudiera aprovechar.

            No sé cómo se llamaría el salvaje que le dio clases a mi padre. Igual que el anterior, iba por los cortijos, reunía unos cuantos zagales y les enseñaba lo básico a todos juntos. Mi padre decía que tenía un vozarrón como un barranco, unas cejas como cepillos y las manos enormes y llenas de pelos. No era muy mirado a la hora de administrar castigos físicos. No parece que le preocupara traumatizar a los críos. Contaba mi padre que los zagales, incluido él, se meaban en los pantalones cuando aquel energúmeno se liaba a darles voces. Mi padre relató que en una ocasión, tendría él siete u ocho años, le pegó este sujeto tal guantazo que mi padre se cayó de la silla y se desmayó. Cuando volvió en sí estaba en el suelo y el maestro se había ido.


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