sábado, 14 de enero de 2017

SIN REFUGIO

SIN REFUGIO

En el libro “Eichmann en Jerusalem”, Hannah Arendt da cuenta del juicio que en esa ciudad se hizo al dirigente nazi Adolf Eichmann. De él dice la autora que no era un personaje especialmente malvado, no era un monstruo inhumano como lo quería presentar el gobierno de David Ben Gurion. No, en absoluto. Eichmann, que tenía a su cargo el correcto funcionamiento de la logística  de los trenes de la muerte,  era algo peor que un psicópata: Eichmann era un hombre normal.  Ninguna  patología mental socialmente peligrosa le había llevado a transportar a millones de personas hacia la muerte, de la cual él estaba perfectamente informado y con la que obviamente era conforme. Eichmann era algo tan peligroso y escalofriante como un hombre normal, ni siquiera muy listo, uno del montón, uno más, uno que en circunstancias corrientes hubiera llevado una vida vulgar y anodina, pero que en la Alemania nazi devino en una pieza clave  del engranaje de la maldad. En este libro Arendt reflexiona sobre lo que ella denomina “la banalidad del mal”, el mal no como una anomalía de la personalidad de un individuo o sociedad sino como ese hecho inquietante de que el mal vive entre nosotros, ciudadanos y ciudadanas corrientes y de que se puede manifestar en todo su horror bajo según qué premisas. En este libro se cuenta que en una visita que hizo Eichmann a uno de los campos de concentración vio a dos jóvenes alemanes rompiéndole los brazos a una mujer y exclamó escandalizado: ¿no os dais cuenta de en qué convierte esto a nuestros jóvenes? A pesar de no ser especialmente inteligente pudo comprender que aquello embrutecía a los jóvenes alemanes hasta tornarlos en bestias inhumanas, que toda esa violencia era una retorcida lección vital. Paradójicamente no fue capaz de entender que él mismo era un burócrata de la muerte y que ello le había convertido en lo mismo que a los jóvenes cuya violencia le había escandalizado.

Estos días al ver esas dolorosas columnas de refugiados caminando bajo la nieve, abandonados a su suerte frente a las puertas de una Europa indiferente y desmemoriada  pienso en el mal que supone encogerse de hombros ante la desgracia ajena y me pregunto, tal como se preguntaba Eichmann, en qué convierte toda esa indiferencia a Europa. El mal es una vía de ida y vuelta ( mi madre dice: "el que hace daño alcanza parte") y el mal que la indiferencia europea inflige a las personas desplazadas (cómo llamarles refugiados) convierte a nuestro continente en un ámbito donde el progreso humanizador queda en suspenso, donde triunfa una banalidad estúpida y eso es algo que no sale gratis. Una sociedad que no reacciona frente al dolor ajeno es una sociedad en descomposición.

No hay comentarios:

Publicar un comentario