miércoles, 13 de diciembre de 2017

UNOS BUENOS CHICOS

UNOS BUENOS CHICOS

La falacia de que el deseo de los hombres es irrefrenable se usa siempre como atenuante en los casos de agresión sexual. Así son los hombres, nos dice la sociedad. Así son los hombres, unos animales que andan en manada y carecen de control sobre sus impulsos. El patriarcado que machaca a las mujeres y hace de los hombres los reyes del universo también reserva un regalo envenenado para ellos, como vemos. El abogado defensor de tres de los componentes de La Manada ha dicho que ellos no son violadores, son chicos normales, jóvenes y guapos, unos buenos chicos. Como si sólo violaran los feos, los deformes, los viejos, los aislados, los locos, los lumpen. Qué van a hacer los pobres si tienen que, imperativamente, satisfacer sus necesidades. Entonces, estos chicos jóvenes, guapos, atléticos, pertenecientes a una extracción social funcional y adaptada, ¿Qué problema tienen? Ninguno. Como hemos visto, a la hora de violar se han mostrado previsores, organizados y cooperativos. Son representantes bien entrenados de una cultura que designa a las mujeres como seres inferiores, como objetos, como sexo débil. Porque la violación no es la satisfacción de un deseo, es la expresión brutal de la superioridad de los hombres sobre las mujeres. Si lo que querían era echar un polvo, cualquiera de ellos hubiera podido ligar sin dificultad, pero no era eso lo que perseguían, su objetivo era vejar y humillar a una mujer de la forma más extrema, como expresión máxima de lo que ellos entienden por hombría. El hecho de hacerlo en grupo no hace más que reforzar este impulso, elevándolo a categoría social normalizada, como demuestra el populoso grupo de WhatsApp donde compartían sus experiencias. Tenían montado una especie de mini industria privada de la violación. Hará bien la fiscalía en investigar ese grupo porque hay cinco individuos entre rejas pero otros quince que participaron en ese WhatsApp (y quizás en otras violaciones), andan sueltos.

Sabían lo que hacían y sabían que dañaban (cito uno de los mensajes: «Hay que buscar el cloroformo, los reinoles, las cuerdas... que después queremos violar todos») pero no les importó porque la cultura de la violación les premia y/o les perdona. La culpa es de ella por estar allí, por andar sola, por ser libre. La culpa es de ella por ser mujer. Esta violación tiene muchos culpables, pero desde luego ninguno es la violada. La responsabilidad es toda de La Manada y de la cultura de la violación que nos rodea y que ha sido capaz de sostener el discurso de que la violación había sido buscada por ella. Afortunadamente se han alzado voces  en contra, con el hashtag #yositecreo. Pues claro que te creo, cómo no te voy a creer. Te creo porque la culpa de tu violación la tiene cualquiera menos tú. La responsabilidad es de esa cultura que te expone, que te cuestiona, que ha puesto un detective a vigilarte (¡a ti, que eres la víctima!), que ha llegado al extremo de posibilitar que un juez admita en un primer momento ese nuevo acoso como prueba válida. Esa cultura reflejada en la canción de Sabina “El pirata cojo” en la que dice “voy a ser violador en tus sueños”; reflejada en el anuncio de Dolce y Gabanna donde vemos a una mujer semidesnuda tirada en el suelo mientras es  rodeada por cinco hombres; reflejada en los chistes groseros de monjas haciendo cola para ser violadas; reflejada en el imaginario del porno actual consumido a edades cada vez más tempranas. Las mujeres estamos deseando ser violadas, dice ese relato. Los violadores, por tanto, quedan exonerados de toda culpa.

A pesar de la abrumadora evidencia de que las denuncias falsas suponen menos de un 0,01% del total, cuando una mujer denuncia una agresión siempre es susceptible de estar mintiendo, siempre será considerada culpable mientras no se demuestre lo contrario. Esa sospecha recae sobre las mujeres por atreverse a hacer uso de su libertad mientras son consideradas fundamentalmente un objeto (y no un sujeto) de deseo para los hombres. La cultura de la violación dice también que cuando una mujer ha sido violada sin obtener placer de ello, debe hundirse y renunciar a la vida pública, debe permanecer en su casa dedicada al llanto  y la depresión, en cuyo caso el cometido de la agresión se ve satisfecho: generar miedo para despojar a las mujeres de su libertad. Si ella hace vida normal es que la cosa no ha sido para tanto, dice ese relato. A cualquier víctima, ya sea de robo, de violencia, de accidente se le pide que siga con su vida, que no se deje intimidar. A la víctima de violación se le exige lo contrario para ser creída: que sucumba a la depresión y renuncie a su libertad. Ojalá  cualquier víctima de agresión sexual quiera seguir saliendo a la calle, divirtiéndose, estudiando, emborrachándose, trabajando, ligando, paseando, trasnochando, haciendo cualquier cosa que hiciera antes en su vida. Ojalá ninguna mujer renuncie nunca a su libertad.


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