martes, 24 de diciembre de 2013

A MI PADRE

A MI PADRE

Desde que empecé a escribir, hará ahora unos ocho o diez meses, sabía que le debía un tributo a mi padre. No me he atrevido porque lo fácil es caer en la sensiblería y no quiero. Y sé que es casi inevitable. Puedo imaginar a mi hermana llorando desde el título. Pero sólo quiero hablar de mi padre con verdad.

Mi padre murió la noche de Nochebuena hace ahora 18 años. Siempre me había parecido cursi esa frase de “no se ha muerto porque vive en mí”, pero ahora me parece casi literal. Mi padre vive en mí por la educación que he recibido, porque hablo con las expresiones que él utilizaba, porque tengo su herencia genética (veo en mis manos sus manos, en mis gestos sus gestos, su sonrisa en la sonrisa y la mirada de pillo de mi hijo)  y así se proyecta hacia el futuro a través de nosotros. Soy consciente de que la memoria embellece los recuerdos, pero es normal, sobre todo porque le recuerdo con amor.

Mi padre era un gigante en mi vida, un gigante de dimensiones épicas que es el tamaño que tiene el mundo en la infancia. Me río ahora cuando veo a mi hija Carmen, un cominito detrás de su padre, formando la pareja que harían un gorrión y un oso. Alto, delgado, muy derecho, el enfisema pulmonar le obligaba a buscar en las alturas el aire que le faltaba. Me parecía siempre elegante con su americana y su sombrero o su gorra. Y el eterno garrote. Pero por encima de todo me fascinaba su inteligencia, tanto que nunca pude llevarle la contraria. Su inteligencia vibrante y su gusto por la conversación. Conversaba por diversión con un testigo de Jehová hasta que terminó poniendo en fuga a aquel pobre aprendiz de fanático porque hacía flaquear su fe a fuerza de acorralarlo con su retórica inteligente. Vino tres o cuatro domingos y ya no volvió más. Cómo se reía mi padre.

Tantos años sin él y todavía un nudo me aprieta la garganta mientras escribo.

Yo volvía de la escuela (curioso, mis hijos van al cole, yo iba a la escuela), volvía de la escuela y le llevaba las notas a mi padre, él se ponía tan contento. Y yo ya era feliz. Era feliz a través de su felicidad. Y así crecí, esforzándome porque mis logros hacían felices a los demás y de paso a mí también. Hoy, con cuarenta y seis años, todavía soy una niña que le lleva las notas a su padre esperando que se ponga contento allá donde esté.


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