miércoles, 29 de abril de 2015

EL CHIRU

EL CHIRU
El Chiru era muy bajito para su edad y tenía la cabeza gorda y pelada, con varios costurones blanquísimos, producto de pedradas a traición. Empezaron llamándole Dani el Chirucas que abreviando  se quedó en Chiru. El mote se lo pusieron el año que su madre se fue con uno que llevaba un puesto de golosinas y algodón de azúcar por las ferias. Decían que ganaba mucho dinero. Al Chiru su padre le llevó todo aquel año con chirucas al colegio porque decía que así no necesitaba calcetines. Cuando sacaba los pies de las botas parecía que los hubiera tenido a remojo todo el día si el olor no hubiera desmentido esa posibilidad.  Su padre se llamaba Cristóbal y era pocero. Se traía la comida de casa de su hermana antes de recoger al Chiru del colegio. Jugaba con el hijo tirándose al suelo y peleando con él como si tuviera exactamente siete años, que era la edad del niño. ¡Cómo se reían! Dormían juntos en la cama de matrimonio mezclando bajo el calor de las mantas el hedor a pies de ambos y la transpiración etílica del padre. El niño se enganchaba a la espalda del padre como un koala y éste acariciaba la mano infantil sobre su hombro hasta que se dormía. A Cristóbal le hacía gracia llamar al Chiru a voces: ¡hijo… hijo… hijoputaaaa! Otras veces, muchas, a Cristóbal se le iba la mano convidándose en el bar Alameda después de trabajar y no recogía al niño. Éste ya lo sabía y se iba directo al Alameda.
- Papá ¿y yo qué?
- ¡Nemesio, ponle a éste una empanada y un bollycao!
El Chiru se iba a su casa comiéndose la empanada y con el bollycao en el bolsillo porque sabía que lo de su padre iba para rato.
Cristóbal sabía que no tenía que beber pero en cuanto encontraba una excusa mínima, y eso era fácil, se le olvidaba por completo.
Terminó por no recoger al Chiru y el chico se las apañaba como podía.  Lo malo era que a varios compañeros de clase les dio por reírse de él, primero: ¡enano, vaya botas, cabezón, chirucas, pelao!  Y luego llegaron los empujones y después las pedradas. El cabecilla se llamaba José Ángel, era tan alto que intimidaba y tenía un pelo ondulado castaño precioso. El día que dejaron al Chiru tirado en el patio de recreo de una pedrada en la cabeza, la Seño Cati llamó a los padres de los agresores. A la mañana siguiente José Angel llegó a clase con el pelo cortado al cuatro y la manía contra el Chiru subió de nivel: el hostigamiento se hizo continuo. Al Chiru se le quitaron las ganas de ir al colegio y sólo iba cuando se aburría mucho. La seño Cati se preocupó por él y decidió ir a su casa. Ese día su padre había vuelto temprano del Alameda después de una intensa celebración y estaba sentado en el sofá mirando la tele sin verla. Mientras la seño Cati le explicaba por qué su hijo no debía faltar a clase, a Cristóbal un ojo se le cerraba y otro se le abría. Eres muy guapa, dijo, mientras le agarraba la mano  con fuerza y se la llevaba al paquete. La seño Cati sacudió la mano como si le hubiera mordido un animal ponzoñoso, se fue y ya no volvió. Pero en clase seguía tratando al chico con mucho cariño, incluso más que antes.
Al Chiru su padre no le dejaba ir al descampado de los yonquis, lleno de colchones asquerosos, jeringuillas usadas, condones, papel higiénico y todo tipo de porquería. Pero aún a riesgo de llevarse una colleja, al niño le gustaba ir por allí por contradecir al padre y porque siempre había alguna pelea. Él se quedaba observándolo todo escondido detrás de un bidón oxidado.
El día que su vida cambió, al descampado no había acudido extrañamente ningún yonqui. Se sentó apoyando la espalda en el bidón mientras perseguía un escarabajo con un palito. Le sorprendió la llegada de dos hombres, uno pequeño y recio y otro muy alto y muy delgado, un yonqui que ya había visto el Chiru antes. Les vio discutir sin oírlos. Vio al alto arrugarse y doblar la espalda, empequeñecerse. Vio al pequeño sacar pecho, levantar la barbilla ponerse de puntillas y crecer: tenía una pistola en la mano y con ella le pegó al alto arrugado tres tiros muy seguidos. El yonqui cayó como un gran muñeco desarmado. El pequeño crecido le arrastró por los pies, parecía no pesar, lo llevó hasta la cisterna abandonada y le tiró allí.

El Chiru no dijo nada de lo sucedido. Tuvo miedo, miedo de que le matara a él, de que matara a su padre. Pero había además otra razón, ahora sabía una cosa que nadie más sabía y ese secreto le hacía sentirse importante: sabía que las pistolas te hacen crecer. Decidió que un día compraría una pistola para ser más alto y para que la próxima vez que uno lo molestara: ¡pam, pam, pam! y a la cisterna.

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